Las noticias de prensa que recogen el cambio de criterio del Tribunal de Cuentas en torno a la admisión de los avales presentados por el Instituto Catalán de Finanzas (ICF) se comenta por sí sola: después de la renovación de los consejeros por acuerdo entre PP y PSOE (el habitual reparto de cromos, para entendernos) que lleva a una mayoría diferente --es decir, a favor del PSOE cuando antes la ostentaba el PP--, una cuestión de carácter técnico se resuelve en el sentido más favorable para los altos cargos independentistas afectados y de paso para la estabilidad del Gobierno permitiendo nada menos que avalar con dinero público... una supuesta mala gestión del dinero público.
Para rizar el rizo, la decisión se toma por dos votos a uno dentro de la sección de enjuiciamiento, que es la encargada de instruir el expediente. Como dice el titular de algún medio nacional de forma muy expresiva, "la rectificación llega tras la renovación del Tribunal de Cuentas, el pasado mes de noviembre, que se tradujo en un cambio de mayorías en la institución”. No se puede decir más claro. Estamos ante una decisión política.
No me quiero extender demasiado los aspectos técnico-jurídicos de esta decisión, aunque de entrada llama poderosamente la atención que las posibles responsabilidades contables derivadas de la gestión de fondos públicos se garanticen no con el dinero de los presuntos responsables políticos sino con el dinero de los contribuyentes, aunque sea por la vía indirecta de la utilización del Instituto Catalán de Finanzas, una entidad pública cuyo único accionista es la Generalitat de Cataluña y que, como es sabido, no consiguió que las entidades privadas se animaran a garantizar ellas estas posibles responsabilidades (incluso con la garantía última del ICF).
No hace falta ser un lince jurídico para entender que, de existir dolo o negligencia grave, es decir, responsabilidad por parte de los altos cargos, avalarles con dinero público contradice los principios más elementales que rigen en el ámbito de la responsabilidad en la gestión de fondos públicos o de la responsabilidad, a secas. Dicho de otra forma, con esta ingeniosa fórmula (que seguramente otros se apresurarán a copiar) se garantiza la total impunidad de los altos cargos en la gestión de los recursos públicos. Por último, recordemos que ningún organismo técnico se ha pronunciado al respecto, y que el informe solicitado a la Abogacía del Estado no se emitió por razones formales.
En todo caso, sobre lo que sí quiero llamar la atención es sobre algo que me parece elemental: en un organismo como el Tribunal de Cuentas, el máximo órgano de fiscalización de las cuentas del Estado, los cambios de consejeros no deberían llevar consigo un cambio en los criterios técnicos de aplicación de las normas. Tan sencillo como eso. Dicho de otra forma: o los avales del ICF son admisibles en derecho o no lo son: y esto es algo que corresponde analizar desde un punto de vista técnico, por lo que los cambios en la composición del órgano colegiado no deberían afectar en absoluto la resolución de este tipo de cuestiones. Entre otras cosas porque estas decisiones no deberían ser tomadas exclusivamente por los consejeros. Es así como ocurre en la mayor parte de los órganos de fiscalización de nuestro entorno, precisamente para preservar su profesionalidad y, en definitiva, su independencia.
Ya, me dirán ustedes, pero es que antes el Tribunal de Cuentas también estaba politizado. Efectivamente, pero ese es precisamente el problema estructural. Que la politización de un órgano de fiscalización no se puede combatir con una politización de signo contrario, porque esto lleva sencillamente a la deslegitimación de la institución en primer lugar y en segundo lugar a su irrelevancia.
En definitiva, si acabamos por convertir estos órganos de contrapesos en una especie de tercera cámara --por lo menos en las materias políticamente sensibles, que en un órgano de fiscalización externa son probablemente casi todas-- los condenamos a la irrelevancia. Lo que necesitamos, si queremos de verdad tener un Estado y unas Administraciones que funcionen razonablemente (no hablemos ya de erradicar el clientelismo y la corrupción), es que los órganos que fiscalizan el gasto público, a nivel estatal o a nivel territorial, sean neutrales, profesionales y técnicamente solventes.
Y no parece que vayamos bien, ni a nivel estatal, ni a nivel regional. No puede sorprender en ese sentido que el Gobierno de la Comunidad de Madrid quiera recuperar un mayor control de su cámara de cuentas regional. No nos engañemos: es difícil que los políticos renuncien a ampliar sus espacios de impunidad cuando les resulta tan sencillo. Eso sí, es siempre a costa de los ciudadanos. En este caso, literalmente.