Gobernar en coalición suele ser difícil, cierto, pero aun lo es más cuando uno de los socios es a su vez un colectivo político variopinto. Cuando Jaume Asens, el presidente del grupo de Unidas Podemos en el Congreso, afirma que su formación pasa por “un debate interno muy intenso” se delata. Está reconociendo sin darse cuenta, la naturaleza contradictoria de su organización a la hora de abordar los grandes temas de Estado.
Por mucha cocina, alambique y retórica que se le echen a algunas tesis políticas, estas no siempre consiguen emulsionar y convencer. Pablo Iglesias, Yolanda Díaz e Íñigo Errejón lo saben por experiencia. Las contradicciones acostumbran a aparecer cuando la cruda realidad exige al político de turno tomar decisiones comprometidas. En Unidas Podemos se amalgaman desde teorías de laboratorio universitario hasta los epígonos de los distintos comunismos, desde las corrientes anticapitalistas hasta los ecologistas de última hora.
Ione Belarra no tuvo en cuenta al posicionarse en contra del envío de ayuda a Ucrania que algunas de sus colegas, de tradición leninista, asumían aquella máxima de Mao Tse Tung que dice: "El poder esta en la punta del fusil". Tampoco que España es un país miembro de la OTAN y ello obliga aunque te posiciones "en la esquinita de la izquierda".
Jaume Asens sostiene al respecto, y como excusa justificativa del guirigay, que la izquierda "está descolocada y desconcertada" ante el conflicto bélico. Seguro que sí, pero esas dudas y contradicciones no solo afectan al debate sobre la acción política de los bloques y los estados; también se manifiestan en lo cercano, en el día a día de la gestión de los pueblos y ciudades, en el municipalismo.
Cuando se intentan aplicar en una metrópoli como Barcelona políticas hiperideologizadas fruto de debates para iniciados, la cosa va mal y las coaliciones también se resienten. Valga como ejemplo de lo que planteo la discrepancia profunda entre el PSC y los comunes en relación a la losa de hormigón que cubre la Ronda Sant Antoni. Jaume Collboni, atendiendo las peticiones vecinales, propone recuperar de inmediato el proyecto elaborado el 2018 mientras que los de Colau apuestan por dilatar en el tiempo la ejecución de la obra en aras de un hipotético cinturón verde. No hay semana sin discrepancia ni día sin desencuentros. Las peleas entre los socios obedecen, a mi modesto entender, a el choque entre la cultura de gobierno, pragmática y asentada que atesoran los socialistas, y la improvisación y el postureo de los de Colau. En las filas del PSC se añora a personalidades como Eulàlia Vintró, Antoni Lucchetti e incluso Imma Mayol.
Los comunes y Unidas Podemos tropiezan con una realidad ciudadana en la que los dibujos de pizarrín y los experimentos chiripitifláuticos no sirven para resolver los problemas de una ciudad compleja como Barcelona. Y menos aun si se intentan aplicar sin haber logrado consensos como fruto de la participación y el diálogo. El radicalismo declarativo de Janet Sanz contra la circulación rodada, los caprichosos cambios de nombre de algunas calles, la fobia contra el turismo, la tolerancia con algunos colectivos okupas empañan la gestión de Ada Colau. La falta de sentido común y decoro institucional en relación con la Jefatura del Estado y el postureo populista no contribuyen a la normalización política.
Para otra ocasión dejaremos el debate sobre el aeropuerto, los cruceros, el comercio y los equipamientos culturales. El PSC ha sido muy condescendiente con los experimentos de Colau, las bravatas de Sanz y los experimentos de Eloi Badia. Quizás confió en exceso en que la realpolitik iba a propiciar el milagro de convertir la bisoñez y el hiperideologismo de los colauitas en buena cultura de gobierno. No ha sido así y los ciudadanos lo perciben. Las elecciones se aproximan y, tanto en lo local como en lo global, muchos nos preguntamos si aún queda algo en común.