James Joyce dejó escrito en Ulises aquello de que “ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”. La primera posibilidad sigue siendo una realidad, puesto que no sabemos hacia donde salir corriendo; el problema añadido es que cambiamos de tema con una velocidad vertiginosa sin saber a ciencia cierta en qué asunto estamos en cada momento. Es difícil sustraerse a la realidad y el pasado es apenas unos días antes, unas horas si nos apuramos. Pasados cien mil muertos y tras dos años de pandemia, seguimos instalados en la provisionalidad y la excepcionalidad. Como si no pasara nada: la legión de expertos que antes eran inmensos especialistas en Covid, ahora se han trastocado en especialistas en Ucrania y alrededores, tras pasar unos días, pocos, pontificando sobre la crisis del Partido Popular.
Cuesta determinar si es una suerte o una desgracia contar con tanto experto multidisciplinar, lejos de aquel hombre unidimensional de Herbert Marcuse y su segmentación de las necesidades reales y ficticias. Vivimos como rodeados de retazos de opiniones construidas bajo el imperio de la urgencia y olvidando que antes había noticias agradables, incluso divertidas. Lo único claro es que la guerra enseña que el miedo paraliza, sea por pandemia o conflicto armado real. No hemos salido aun de una crisis, cuando ya estamos encerrados en otra. La capacidad de decisión y cambio se nos escurre entre los dedos: la inflación camina desbocada hacia los dos dígitos, las previsiones económicas son cada vez más pesimistas, la recuperación está en entredicho, los inversores quedan bloqueados por temor a lo que vivimos o está por venir, se disparan los precios y se rompe la cadena de suministros…
Lo peor es que tampoco es fácil cambiar de ciudad y crece la desconfianza hacia los gobernantes, sean locales, autonómicos o estatales. Sin salir de Barcelona, cada nueva propuesta oficial despierta recelos porque conlleva la sospecha de una arbitrariedad oculta. Basta escuchar a Ada Colau para apreciar como el eslogan sustituye al pensamiento, con un habla entre la jerigonza y el modo Cantinflas. Más allá de su afán de notoriedad, se presenta como víctima quejosa y resentida frente a cuanto no es de su agrado, animada por sus fobias particulares. Sin saber con precisión si tiene un plan para Barcelona o algún proyecto de ciudad en el ámbito metropolitano: es un enigmático misterio inescrutable. Sus actuaciones no permiten apreciar mejora alguna del bienestar de los barceloneses, con casos especialmente llamativos como la inexistencia de una política de vivienda.
En manos de los comunes, el urbanismo se ha convertido en un plan de destrucción masiva de lo diseñado por Ildefonso Cerdá y de los proyectos puestos en marcha en los noventa del siglo pasado que fueron decisivos para la ciudad. Con el verde ecológico de moda, pretenden una arcadia urbana con un huerto en cada terraza, aunque solo sea para cultivar lechugas; nos estamos quedando sin los tradicionales chaflanes, sustituidos por unas terrazas de dudoso gusto que antes persiguió y estigmatizó. Todo porque el automóvil se ha convertido en un enemigo a extinguir, mientras trata de cambiar nuestra forma de vida sin alternativa rigurosa y planificada con un supremacismo ideológico en el que el pueblo aparece como expresión acabada de un todo unitario, sin distinción de clase o condición, puro populismo peronista. Estamos ante un esfuerzo empecinado y sostenido de hacernos sujetos pasivos de un raro experimento alentados por activistas del ocio. El plan de usos del Ensanche Barcelonés recientemente aprobado es un ejemplo más de esa forma de hacer las cosas: carente de un análisis detallado del impacto que puede tener en la actividad comercial y económica de la ciudad.
La búsqueda e identificación del enemigo siempre funciona. Los indepes pusieron el foco desde un principio en el Madrid que simboliza al Estado opresor. En el caso de los comunes, el adversario es siempre variable: primero fueron el Mobile o las terrazas, después el turismo, los hoteles, los coches, las funerarias y no digamos las empresas, según convenga a su discurso populista. Aunque se la defina de diferentes formas, el discrepante puede ser siempre nombrado de forma idéntica por indepes y comunes. Básicamente porque el único objetivo es alcanzar y controlar el poder: cualquiera que discrepe puede acabar sepultado bajo el anatema de adversario del pueblo entendido como un bloque único y destructor de la voluntad popular expresada en consultas o referéndums ciudadanos de escasa participación. Mientras se adjetiva cada vez más la democracia: con Franco fue orgánica, ahora se llama directa y va camino de ser electrónica.
Todo ello arrullado por el PSC con una incomprensible disposición a admitir y compartir cuanto dice o hace Ada Colau. Ahora hay quienes apuntan a que el partido de los socialistas programa una salida del gobierno municipal. Todavía resulta difícil de creer, entre otras cosas porque se verían obligados a explicar la razón por la que ahora se oponen a cosas que ayer apoyaron sumisa y complacientemente. Serán acusados de una ruptura electoralista, de ser un socio desleal y poco fiable. De esta forma, los comunes tendrán vía libre para afianzar su alianza estratégica con ERC que hasta ahora ha sido una constante pero podría trocarse en fáctica. La aproximación, incluso podríamos hablar de confluencia, que se ha producido en el Parlamento para la aprobación de los Presupuestos ha reforzado la visibilidad y quizás la viabilidad de una réplica municipal de la misma. Al margen de maniobras estratégicas o escaramuzas tácticas, tiende a percibirse además una progresiva convergencia ideológica entre republicanos y comunes a partir de ese mantra expandido de que ambos son de izquierda.