Hace tan sólo un par de décadas, el discurso dominante aún auguraba que entrábamos en una nueva era en que, de la mano de la globalización y la tecnología, las crisis desaparecerían y el mundo entero acabaría por abrazar la democracia. Desde entonces, una tragedia tras otra nos ha devuelto a la cruda realidad, desde los atentados del 11-S a la crisis financiera del 2007, o de la pandemia a la guerra de Ucrania.
Ahora, la barbarie rusa nos alcanza con unas sociedades tan ricas como fracturadas, con unos niveles de exclusión y desigualdad insostenibles y con una juventud desesperanzada, como bien muestra la eclosión de patologías mentales prematuras. Además, la política, sacudida por la radicalidad, se muestra desorientada e incapaz de reconducir el momento.
Sería de esperar que, en estas circunstancias, fuésemos capaces de crear aquellos vínculos de solidaridad mutua en que se sustentan nuestras democracias liberales, las mayores expresiones de civilidad que ha alcanzado el ser humano. Además, venimos de comprobar cómo fueron trabajos poco remunerados, los llamados esenciales, los que nos permitieron transitar por los meses más duros de confinamiento. Sin embargo, no es así.
Lo pensaba leyendo el periódico hace pocos días, cargado desde la primera página de sucesos trágicos, empezando por Ucrania y siguiendo por todo tipo de conflictos. Al llegar a la sección de economía, que también se abría con las consecuencias de una inflación desmedida sobre los salarios de los trabajadores, tuve la sensación de entrar en otro mundo, me costaba creer las remuneraciones de altos ejecutivos y rentas del capital. Además, simultáneamente leía como algunos de estos afortunados, desde su auto concedida autoridad moral, criticaban aumentos de los salarios básicos.
No se entiende. Preservar el modelo capitalista, que bien conducido ha aportado los mejores años en la historia de la humanidad, empieza por ser consciente de sus excesos y de la debilidad de las argumentaciones teóricas que los sustentan. Este es el momento para lanzar un mensaje de sensatez y empatía y, junto al indispensable control de los salarios, limitar voluntariamente la retribución del capital y la alta dirección. Pero no será así. Tengo la sensación de que parte de nuestras élites vive en un mundo aparte. Pero es un mundo que se está deshilachando. Aunque prefieran no percibirlo.