El todavía presidente del Partido Popular se ha quedado más solo que la una y su salida como líder es solo cuestión de tiempo. Es increíble cuán rápida ha sido la desbanda de los suyos. Ahora mismo es un apestado. El futuro se llama Alberto Núñez Feijóo, lo cual para Pedro Sánchez no es una buena noticia de cara a 2023, aunque la crisis interna vaya a dejar al PP bajo mínimos en las encuestas durante un tiempo.
El presidente gallego es el mejor candidato que los conservadores podían ofrecer a un votante de centro-derecha, más aún si concita también el apoyo como parece de Isabel Díaz Ayuso, que el año próximo tiene que revalidar su mayoría en la comunidad. Hay que saber que en la autonomía madrileña, según su Estatuto, las elecciones se pueden anticipar, como ocurrió en 2021, pero la legislatura acaba cuando está previsto que finalice. Es decir, que siempre coincidirá con las municipales, cuyo calendario es rígido.
Justamente ese elemento hacía incomprensible el enfrentamiento entre Casado y Ayuso o, mejor dicho, no se entendía por qué razón la dirección nacional veía con tanto recelo a la presidenta madrileña. Cuando Ayuso decía que estaba centrada solo en Madrid, no mentía. A corto plazo no aspiraba a ocupar la silla de Casado. Por eso resultaba extraño que desde la calle Génova no la dejaran presidir el PP regional. Tampoco había un verdadera diferencia ideológica entre ambos, por mucho que Ayuso tuviera menos complejos en recabar los apoyos de Vox.
¿Cuál era pues el origen del enfrentamiento? Pues sencillamente el mangoneo del poder. La dirección nacional del PP siempre ha considerado que Madrid es una extensión de su área de influencia, donde podía jugar con los cargos y la repartidora del abultado presupuesto público, tanto de la comunidad como del ayuntamiento.
Ayuso ha sido muy consciente desde el primer momento del poder de su popularidad y se ha rodeado de alguien tan inteligente como Miguel Ángel Rodríguez. Ha marcado bien su posición interna y eso en Génova no gustaba. En cambio, el alcalde José Luis Martínez Almeida era un hombre de confianza del ya ex secretario general del PP, el tosco Teodoro García Egea, y se dejaba hacer. El premio fue nombrarlo portavoz nacional, cargo del que ha dimitido ahora de forma vergonzosa para no tener que mojarse cuando el tsunami levantado por tanta torpeza iba a llevarse por delante a su amigo.
Lo que Casado ha permitido a Egea ha sido de una estupidez de campeonato. Intentar asestar un golpe a la reputación de Ayuso era lanzar un palo con efecto boomerang. Las graves acusaciones de corrupción podían ser ciertas, no lo sé, pero tenía que haberlas denunciado ante la Fiscalía anticorrupción. Peor aún ha sido dar por buenas en menos de 24 horas las explicaciones de la presidenta madrileña y pedirle a cambio que afirmase no haber sido objeto de ningún espionaje desde el partido.
Es un episodio que produce vergüenza ajena. Sorprende tan escasa capacidad de pensar estratégicamente. Hasta las elecciones en Castilla y León, cuya convocatoria fue forzada desde Génova, a Casado no le iba mal políticamente en expectativas. El PP estaba por delante del PSOE en casi todas las encuestas y parecía posible que sumara mayoría absoluta con Vox tras unas generales. El Gobierno de Sánchez no conseguía activar a su electorado de izquierdas.
El PP solo tenía que esperar, con un discurso duro pero también ofreciendo colaboración en algunas temas. Su negativa a apoyar la reforma laboral acordada entre empresarios y sindicatos era difícil de explicar. En realidad, estratégicamente le convenía apoyarla. Y la maniobra para tumbarla, mediante la traición de esos dos diputados de Unión del Pueblo Navarro, fue tan chusquera que el tiro le salió por la culata cuando el inútil de Alberto Casero se equivocó dos veces en el voto telemático. La mendaz campaña en Bruselas para denunciar que el Gobierno de España gestionaba arbitrariamente los fondos europeos ha sido profundamente indigna y antipatriótica. A los políticos que aspiran a gobernar un país hay que exigirles sentido de Estado. Y Casado ha fallado estrepitosamente.
Su salida se produce de forma inesperada, tras una acción perfectamente prescindible. Ha sido víctima de las prisas por llegar a la Moncloa, de un desprecio hacia Sánchez que le impedía tener una estrategia serena a medio plazo. En su lugar ha abusado de la caricatura y la ocurrencia constante. Pero cae sobre todo porque el matonismo forma parte de la cultura interna del PP, junto a sus corruptelas, sean grandes o pequeñas. Casado no supo medir el intento de García Egea de asestar un golpe mortal a Ayuso, y el bastón ha acabado en la sien del líder del PP.