A lo largo de mis apacibles y nada estresantes 42 años he tenido la suerte de vivir de varias formas: sola, en pareja, en una residencia universitaria, compartiendo piso con desconocidos o hasta volviendo a casa de mis padres, algo que se repite de forma intermitente desde los 38 años.
Sin ninguna duda la fórmula más fácil, pero también la más aburrida, ha sido vivir sola. No implica aguantar a nadie diciéndome todo el rato que cierre los armarios o recoja los kleenex que voy dejando de forma inconsciente por toda la casa. “Ay, perdona, es que tengo alergia”, es mi respuesta habitual cuando alguien encuentra uno de mis pañuelos usados encima de la tele o tirado en el sofá.
Mi otra manía es dejar todos los armarios abiertos --los del baño, los de la habitación, los de la cocina--, pero para esto ya no tengo ninguna excusa preparada. “Un día voy a dejar todos los armarios de la casa abiertos, a ver si te das cuenta”, me amenazaba en broma mi primera pareja, con la que conviví casi siete años.
Él también tenía algunas manías que me sacaban de quicio. Por ejemplo, no le gustaba usar el lavaplatos porque decía que luego la vajilla olía a detergente, pero no le importaba que los platos y sartenes sucias se acumularan en el fregadero, y era capaz de irse a dormir dejando la cocina y el comedor hechos un asco después de una cena con amigos en casa. En cambio, yo tengo que dejarlo todo limpio, aunque sean las tantas de la madrugada. No soporto levantarme por la mañana, con resaca y muerta de sueño, y tener que ponerme a fregar antes de desayunar.
Después de mucho tiempo viviendo sola o con mis padres (que me lo aguantan todo), estoy volviendo a experimentar el difícil arte de convivir. “No entiendo por qué dejas el bolso en el suelo del recibidor nada más entrar”, me soltó el afortunado ser cuyo piso he empezado a invadir de forma frecuente. “Pues porque cuando llego a tu casa mi prioridad es saludarte y darte un beso, y no ir a dejar la bolsa a tu dormitorio”, le contesté, consciente de que será en vano ocultarle que soy un poco desordenada. Pero él, que presume de ser super organizado, tenía un armario lleno de cajas de galletas, bollería y patatas fritas caducados (incluso un turrón de 2020), y es capaz de dejar los platos sucios dentro del lavaplatos durante toda la semana, esperando a que se llene, aunque el lunes haya cenado bacalao al pil pil.
Dicho todo esto, me pregunto: ¿qué querrán decir todas estas manías domésticas de nosotros mismos? En internet no he encontrado ninguna respuesta fiable, más allá de un artículo de humor en The New Yorker, donde la periodista Nicole Rose Whitaker se pone en plan terapeuta y analiza los hábitos domésticos más habituales para interpretar algunos rasgos de nuestra personalidad.
Por ejemplo, a los que suelen hacer la marranada de dejar los platos sucios en remojo en el fregadero durante días, le dice: "Tu capacidad para complicarte la vida es inigualable. Aunque existe una solución fácil --y me refiero a una solución obvia--, decides que tal vez la solución no puede ser tan sencilla y que es mejor dejar que las cosas marinen durante unos días, hasta el momento en el que, sí, se han convertido en aquella cosa desagradable que imaginabas, sumergida en un pozo rancio de indecisión y procrastinación (y, literalmente, de comida podrida). Para cuando te preparas para tomar cualquier tipo de acción, alguien ha llegado y ha hecho la limpieza por ti, que es lo que querías desde el principio”.
Para los que dejan siempre los armarios de la cocina abiertos, como yo, también tiene un diagnóstico claro: “Estás hecho de coraje y miedo a partes iguales. Eres lo suficientemente valiente como para empezar cualquier tarea que se te pase por la cabeza, pero tienes demasiado miedo de terminar un proyecto dejado de la mano de dios. Te niegas a la idea de que si una puerta se cierra, otra se abre, porque, por miedo a tomar la decisión equivocada y a perder oportunidades, las dejas todas entreabiertas. Tu vida está dominada por los 'y si.l..', y es probable que nunca aprendas a pasar a la acción de forma definitiva, al menos hasta que te rompas la cabeza contra el borde de la puerta de un armario”.
Muy acertado.