El president de la Generalitat se ha empeñado en ser también un activista, siguiendo la estela de sus antecesores. Lejos de admitir que ha de cumplir la sentencia del TSJC que obliga al pírrico 25% de enseñanza en castellano, Aragonès alardea de su espíritu totalitario sin vergüenza alguna. Sólo le ha faltado decir “la justicia soy yo”, un deseo ya presente en las leyes de desconexión del 6 y 7 de septiembre de 2017 que, a ojos de todo el mundo, aprobaron los nacionalistas.
En sus declaraciones, el president ha reiterado una y otra vez que su intención es incumplir la ley y erigirse en un preservativo lingüístico, a fin de evitar una nueva versión del 155. No es cuestión de tomarse a broma las declaraciones de este señor, convencido como está de que, defendiendo la pureza y exclusividad lingüística, rebate la sentencia del 25%.
Entre los nacionalistas existe una clara preocupación por fomentar la “limpieza de lengua”. En ese sentido, la ley de inmersión absoluta que pretenden impulsar de nuevo recuerda a los estatutos de “limpieza de sangre” que adoptaron diversas comunidades españolas durante los siglos XV y XVI, con el fin de excluir a los cristianos nuevos o “impuros”, descendientes de judíos, que pese a todo tuvieron un papel muy destacado en la vida social, cultural y religiosa de aquellos siglos. Esa inquietud conversa --la “España desvivida” de la que nos habló Américo Castro-- fue a un tiempo fuente de inspiración y creación y, por otro, causa y efecto de la limpieza de sangre. Y esas exclusiones, como explicó Albert Sicroff, no se impusieron sin que se produjeran interesantes controversias, públicas y privadas, respecto a la idoneidad de demostrar la fidelidad al proyecto nacionalcatólico.
Las épocas no son las mismas, pero las actitudes de los que pretenden asegurar la imposición de una única lengua y las de los que intentan resistir sí guardan curiosas similitudes. Los nacionalistas proyectan y legislan su fobia desde el poder, seleccionan a los nuevos miembros del movimiento identitario mediante la exhibición pública de “limpieza lingüística” y de “malsinismo”, es decir, de delatar a quiénes, dónde y cuándo no utilizan el catalán. Los que se oponen a la uniformidad e imposición se “desviven” como catalanes y españoles que son.
Decía el historiador Ángel Alcalá, firme defensor de la tesis castrista, que existió una literatura conversa caracterizada principalmente por la experiencia de la subversión frente al orden cristiano-viejo. ¿Se podría interpretar la enorme creatividad literaria en castellano como una forma de resistencia cultural a la Cataluña nacionalista? Otros historiadores afirman que tanta preocupación por demostrar “limpieza de sangre” puso en evidencia a una sociedad española esencialmente racista, y como consecuencia de esta actitud y creencia fue la creación y larga vida de la Inquisición moderna. ¿Se podría interpretar que la exigencia del catalán como una única lengua “propia” es una forma de imposición cultural extemporánea, derivada lógica del pasado racista del nacionalismo, y la Plataforma per la Llengua su versión neoinquisitorial?
Cabe preguntarse cuánto de pasado y de lastre identitario hay en los deseos excluyentes y en la práctica política de cualquier nacionalismo. Repetir errores no ha de ser necesariamente una consecuencia directa de la ignorancia de la historia, en todo caso es el resultado de una ideología muy alejada del respeto a la pluralidad, y de una cosmovisión asfixiada por la endogamia mental. El pensamiento reaccionario, propio de cualquier nacionalismo (incluidos los más próximos: catalán, vasco o español), está siempre necesitado de preservativos políticos y culturales que protejan su credo. La imaginaria pureza y el miedo al contagio son sus únicas razones, tan simples como estultas.