El poder político en Cataluña despliega un estilo de comunicación basado en oraciones declarativas, como “la independencia es la única estrategia”, de Aragonès, y aseveraciones sin control, como “el regreso de Puigdemont nos servirá para probar hasta dónde llega la autarquía española” (¿autarquía?), de Laura Borràs, presidenta del Parlament. Puigdemont quiere volver a casa, en plena España del pifostio --en la versión bendecida por la RAE--, al creerse beneficiado por la sombra que proyecta sobre él la purga en los Mossos, la Kitchen catalana. Después del cese de Trapero, Toni Rodríguez, el ex efe de la División de Investigación Criminal, que ordenó pesquisas sobre el octubre del 2017 que afectan a miembros del Govern, ha sido desterrado a la comisaría de Rubí.

La apuesta de Esquerra por el gradualismo es un camino con recodos peligrosos a cargo de Junts, donde se rifa el futuro liderazgo entre dirigentes, que se parecen unos a otros como un huevo a una castaña. Desde que el exconseller Miquel Buch dejara un halo de frivolidad en el Departamento, se percibe un futuro incierto, especialmente si el Tribunal de Justicia de la Unión Europea blinda la inmunidad del expresident fugado. De momento, sus abogados preparan salvoconductos en el Pirineo bendito de Benjamin y Machado sin esperar al fallo definitivo de la corte de Luxemburgo; un olvido parecido al del tenista serbio Novak Djokovic, que no cayó en que, para entrar a Australia, hacía falta el pasaporte Covid. En Belgrado, la bella ciudad blanca del cirílico, los ortodoxos radicales de la Gran Serbia glosan las mentiras de Novak y comparan al tenista con Jesucristo en la cruz; inmersos en el atorrante binomio nación-religión, me pregunto si tratan acaso de sumergir los horrores de Bosnia, Vojvodina o Dobrinja. En fin, la utilización pública de la piedad es detestable.

Cataluña se ha ido llenando de ciudadanos que callan y aparentan más que actúan, ante la sobreabundancia de tics excluyentes. ¿Vuelve el silencio de la mitad del país? Pues miren, si se vuelve a armar la de Dios, la mayoría se callará. Lo normal es hacer, como los protagonistas de Sinclair Lewis en It can't happen here, que optan por no dar crédito, cuando la Casa Blanca está comandada por un populista autoritario, que destruye la democracia americana.

No conocemos el futuro, aunque el ejemplo de Trump, mezcla inestable de populismo y extremismo, nos puede orientar. Tampoco partimos de una realidad abrasadora, como ocurre en la conocida novela El tambor de hojalata, cuando, ante el atropello diabólico del poder, un niño, Oskar Matzerath, decide dejar de crecer y aporrear un tambor a todas horas. Es difícil referirse a lo que se palpa, pero que todavía no ha ocurrido. Kafka, por ejemplo, se anticipó al desastre pese a no escribir sobre el poder como alegoría política. El caso es que, décadas después de la muerte del escritor nacido en Praga, muchos ciudadanos de la Europa del Este utilizaban al hombre insecto de La metamorfosis como pretexto mental para protegerse de la angustia que les producía la dictadura estalinista.

Hemos entrado en la pastoral catalana que tiene un innegable toque serbio por aquello de la supremacía cultural que predican los indepes. Estamos ante el aviso de una sociedad embravecida, cuyos líderes  están siendo aupados por el voto de los otros, formados por oleajes y generaciones de inmigrantes. Lástima que la integración de hoy ya no pase por el Barça del inolvidable Vázquez Montalbán. Ahora mucha gente trata de evitar el Juden raus alemán, que aquí sería “inmigrante, si no hablas catalán, cállate o vete”.