En los últimos meses, ha emergido una gran preocupación por el futuro del idioma catalán, amenazado por la población inmigrante y por el gran predominio del español en las nuevas plataformas de ocio y comunicación. Una desazón convertida, además, en agravio gracias a los constantes desatinos del líder popular, Pablo Casado. Ello ha alimentado un sinfín de artículos de políticos, académicos e influencers de todo tipo alarmados ante el progresivo auge del castellano en Cataluña.
Ante el menor uso del catalán, los partidos independentistas optan por responder por la vía de consolidar la inmersión lingüística en la etapa escolar, forzar el uso del catalán en las plataformas y rechazar sistemáticamente el español en la vida pública y, de poder ser, también en la privada.
No es la solución. La consolidación de una lengua minoritaria en una comunidad bilingüe, en la que convive con un idioma tan relevante como el español, requiere de dos dinámicas. De una parte, que todos los ciudadanos de Cataluña lo sientan como propio, sea o no su lengua habitual. De otra, que el país se proyecte como una comunidad acogedora, creativa y cohesionada, con capacidad para atraer personas que vean en Cataluña el espacio donde mejor desarrollar sus proyectos profesionales, ya sean empresariales, artísticos o científicos.
Y cuando esto ha sido así, aún en circunstancias políticas muy adversas, el catalán se ha fortalecido. Pero ya no es el caso. Así, el idioma ha sido utilizado de manera partidista y el país ha transitado de atraer a ver cómo no pocas personas y empresas optan por mudarse a otras comunidades. Si en un mundo tan abierto, un país deja de representar la modernidad, mal lo tiene su idioma.
Pese a todo, nada es irreversible y Cataluña puede recuperar pulso perdido. El catalán es un idioma con fuerza suficiente para consolidarse en esta parte tan pequeña de un planeta globalizado. Pero, curiosamente, la gran amenaza no viene de fuera. Viene de muchos que se proclaman sus acérrimos defensores. Lo cual complica mucho la solución.