Ante el estallido de la sexta ola, Cataluña ha sido la única comunidad autónoma donde se ha impuesto el toque de queda nocturno estas Navidades, lo cual, a tenor de los datos de que disponemos, no ha servido para reducir el número de contagios ni hospitalizaciones en comparación con los otros territorios. La radicalidad de la medida no ha marcado una diferencia sustantiva. Por ahora Cataluña sigue encabezando el número de casos en los últimos 14 días y sobresale también en porcentaje de camas ocupadas en UCI.
Magda Campins, presidenta del Comité Científico Asesor del Govern, ya advirtió del carácter meramente simbólico del toque de queda, medida útil solo para concienciar a la población, sobre todo a los jóvenes, pero poco práctica como efectivamente se ha demostrado. Es cierto que la variante ómicron ha disparado como nunca antes el número de infecciones, pero afortunadamente no se refleja en igual proporción en ingresos hospitalarios ni defunciones.
Las vacunas funcionan y sirven para que la infección sea más leve. La saturación hospitalaria en muchos centros, como el Vall d’Hebron, se sitúa a nivel de otros inviernos con la llegada de la gripe. Los ingresos en UCI corresponden muy mayoritariamente a personas no vacunadas y las defunciones a pacientes con otras patologías.
Nada de lo dicho pretende quitar gravedad a la situación sanitaria, pero nos obliga a cuestionar la petición que el Govern hizo ayer al TSJC para prorrogar hasta el 23 de enero el toque de queda, junto a otras medidas como son la limitación de las reuniones a un máximo de 10 personas, la reducción de la capacidad máxima en restaurantes y bares, comercios, centros deportivos, teatros, cines, etc., y el cierre del ocio nocturno.
Estamos hablando de limitar un derecho fundamental como es la libertad deambulatoria, una medida excepcional que no se justifica con los datos de la evolución del virus del Covid, que se ha vuelto más contagioso, pero menos letal y frente al cual tenemos un nivel altísimo de vacunación con pauta completa y dosis de refuerzo.
Curiosamente, de todos los responsables autonómicos de España, el Govern de la Generalitat es que el siempre más restricciones y limitaciones exige e impone cuando puede. Ya ocurrió bajo la presidencia de Quim Torra, que en los primeros meses de la pandemia abogaba por prolongar el cierre total de las actividades frente a la posición más evolutiva del Gobierno de España, y sigue ocurriendo hoy con Pere Aragonès en unas circunstancias muy diferentes.
A los responsables políticos hay que exigirles que propongan decisiones duras y radicales cuando hace falta, y estoy de acuerdo en que no se puede sacralizar ciertos derechos individuales si la salud pública está en peligro. Pero no es tolerable la prolongación dos semanas más de unas medidas que si al principio de las fiestas navideñas podían ser aceptables ante las incertidumbres sobre la variante ómicron y la respuesta que ofrecían la vacunas, hoy carecen de justificación razonada.
Seguramente es pronto para afirmarlo, pero parece que estamos entrando en otra fase de la pandemia, menos maligna, en la que ya no nos debería preocupar tanto la cifra de contagios, la mayoría de los cuales son asintomáticos o con afectaciones leves. Necesitamos que las respuestas políticosanitarias se adapten a los cambios y que sobre todo no sean contradictorias ni ridículas, como supone la obligación de llevar la mascarilla en exteriores, mientras nos la quitamos necesariamente en muchos espacios interiores públicos.