Pues nada, que ¡feliz año de los dos patitos! Es lo que toca: ser optimistas en este principio de año del siglo transformado en un bingo global, una especie de hipérbole de la exageración permanente. Al fin ¡desapareció 2021! ¡Un año para olvidar y que se nos fue entre los dedos! Tranquilamente y sin remilgo alguno. ¿Cómo definirlo? Dicen que fue el año de la vacuna. ¡Menos mal! Pero, al final, fue como una carrera olímpica en la que se suceden las salidas nulas, pistoletazo tras pistoletazo: al final, a ver quién es el guapo que da el primer paso.
A fin de cuentas, los objetivos de buenas intenciones de cada año nuevo son tan impredecibles como hace un año. En ocasiones, somos tan ingenuos que acabamos creyendo lo que nos dicen e incluso lo que nos conviene, con tal de escapar del agujero, felices con la cabra haciendo piruetas, los platillos, el acordeón y el circo de tres pistas, la vuelta a la normalidad o la recuperación económica. Pero lo único que se ha puesto de relieve es la vulnerabilidad y generalizado la sensación de frustración. Un panorama inenarrable en el que merecería el Nobel, aunque sea de la Paz, quien se atreviese a hacer previsiones.
Lo único claro es la sensación de haber perdido 24 meses sin apenas saber por qué, mientras nos ha cambiado todo. Acaso podemos concluir que el ciclo que empieza es más frustrante, porque la sensación de incertidumbre sigue siendo la misma o peor: crece el cansancio, la irritación, el malestar, el desasosiego… y sube el consumo de ansiolíticos. Tras el encierro de 2020, teníamos o, mejor dicho, nos vendieron expectativas optimistas de mejora gracias a la vacuna. ¡Era la salvación! Y, de repente, llegó la variante ómicron a aguarnos la fiesta. Ahora, resulta que cada cual sigue gestionando el temor lo mejor que puede y es capaz. Aunque ahora se llame estrés: miedo al presente y al futuro, en realidad, porque no sabemos nada de lo que se nos viene encima. En el fondo, la falta de conciencia de las cosas. Cómo será el mañana, lo ignoramos; siempre creí que el pasado siempre fue peor, pero ahora ignoramos por completo como será el mañana. Simplemente distinto, seguro.
Cierto es que el 2022 lo tiene teóricamente fácil: a poco que lo intente, debería ser mejor que el 2021 que acaba de extinguirse. Sin embargo, llevamos casi una década en la que cada año es siempre peor que el anterior. Y no es cosa de ser un obstinado pesimista, sino simplemente de preguntar al rededor cómo definir el pasado para tratar de adivinar el futuro. Es difícil definir lo pasado. Las minas personales explotan cada vez más cerca: casi todos tenemos gente próxima, muy próxima, afectada por la nueva variante del bicho pandémico ahora llamado ómicron. ¡Ah, sí! es más benigno en sus consecuencias, mata menos. Pero los infectados siguen creciendo a un ritmo exponencial, la asistencia primaria se colapsa y la ocupación hospitalaria va creciendo.
Eso sí, oficialmente se asegura que somos “un país ejemplar”. Una afirmación cuando menos dudosa, más allá del ímprobo esfuerzo realizado en aras de la vacunación colectiva, cuando se observa tanta imbecilidad en el comportamiento cotidiano frente a la pandemia. Cierto es que ha habido planes pospuestos, encuentros aplazados, reservas canceladas, alteración de reuniones familiares y de cualquier otro tipo… Pero sigue habiendo una cretinez que escapa a toda lógica; frente a la responsabilidad de muchos, el m´en foutisme de otros, algo así como el me importa un carajo. A estas alturas de la película, es obvio que el pasaporte Covid solo sirve para obligar a algunos recalcitrantes a vacunarse. Cierto es que tampoco podemos echar del planeta a los terraplanistas; pero estos, al menos, más allá de la obviedad de la insensatez, tampoco molestan a nadie. Pero ¿qué hacer con los antivacunas? ¿Expulsarles de la seguridad social como se ha llegado a plantear en algún país? ¿Puede soportarse que una camarera, incluso en una terraza, haga gala de su voluntad de no vacunarse? ¿Impedirles acceder al trabajo como ha hecho o hará Google? ¿Internarles en un frenopático? Vale, habrá quien considere que es un atentado a la libertad. Todo es opinable. Pero la salud es un bien colectivo, un derecho inalienable. En todo caso, un gran debate.
Cuando los medios informativos, sean digitales o vegetales, es decir, en papel, acaban incluyendo día tras día lo que se puede y no se puede hacer en cada comunidad autónoma en estas señaladas fechas, es fácil deducir que tenemos un inmenso carajal. Es el fruto, entre otras cosas, de la cogobernanza como sistema para centrifugar responsabilidades. Con restricciones de todo tipo, nunca se sabe si responden al capricho del mandamás de turno, al análisis científico o a la opinión de los asesores que le rodean, más preocupados por el voto de mañana que por la salud de hoy. El lenguaje sigue siendo la asignatura fundamental. Y no precisamente por el tema de la inmersión lingüística (caso Cataluña), sino porque estamos envueltos en una terminología de conceptos que se hacen incomprensibles, con índices del más diverso sentido, como si tuviésemos una vocación generalizada de estadísticos o epidemiólogos. En fin, como decía el bolero: “Que nos vaya bonito”.