Nunca he estado en Hong Kong, y las ganas que tuviera de visitar esa isla se esfumaron cuando la madre patria, China, se apoderó de ella y empezó a convertirla en ese sitio que solo sale en la prensa y en la tele para denunciar nuevos abusos de poder de la metrópoli. El último ha sido el cierre de un diario digital que se empeñaba en cultivar la disidencia: los directivos acabarán probablemente en el trullo y los redactores, en el paro. No sé muy bien por qué, sigo con interés las noticias sobre Hong Kong, aunque toda mi relación con ese lugar se reduce a los estilizados y brillantemente coreografiados thrillers de John Woo, habitualmente protagonizados por Chow Yun Fat, y a una serie de la televisión en blanco y negro de mi infancia con Rod Taylor titulada, precisamente, Hong Kong. Intuyo que se debe a que Hong Kong me parecía, más que una nación sin estado, un estado mental (como era la ginebra para la marca Bombay, cuyo eslogan escrito en cada botella, Gin is a state of mind, desapareció hace años por culpa de la corrección política).
Para mí, los habitantes de Hong Kong eran unos privilegiados que, gracias al colonialismo, disfrutaban de lo mejor de dos mundos y tenían acceso desde la infancia a dos culturas, la oriental y la occidental. Hablaban los dos idiomas más hablados del planeta y eso les permitía el doble de oportunidades profesionales que a las comunidades monolingües. Si te daba por la literatura o por el cine, podías elegir entre usar el chino o inclinarte por el inglés para ampliar tu posible audiencia. Desde la metrópoli se les consideraba medio chinos, así que no pararon hasta que los convirtieron en chinos completos por la fuerza. No sé si acabarán eliminando el inglés de la enseñanza, pero los creo muy capaces. En cualquier caso, los habitantes de la isla ya están siendo amputados de una de sus dos identidades, y a cambio solo reciben el dudoso privilegio de incrementar la población de un país ya enorme que -¡enhorabuena por conseguir la cuadratura del círculo!- vive bajo una infame dictadura comunista con tintes capitalistas a la que nadie en su sano juicio quisiera tener que sufrir.
El Hong Kong state of mind es aplicable a otros lugares afectados por el colonialismo. Sin ir más lejos, Gibraltar. Aunque ese pedrusco lleno de monos sea poco más que un reducto de piratas, contrabandistas y evasores fiscales, ofrece a sus mejores mentes el acceso a dos culturas, la española y la británica, con sus respectivos idiomas. Albert Hammond le sacó mucho jugo a la situación, triunfando en inglés con su It never rains in southern California y grabando en español y colaborando con Julio Iglesias. Aunque estoy a favor de que Gibraltar se reintegre a España, no puedo evitar pensar que está muy bien vivir al lado de Andalucía, pero tener parte de la mente en Inglaterra, y que el pescadito frito es perfectamente compatible con la lectura de The Guardian y el acceso simultáneo a la cultura hispánica y a la británica.
Vivo en una falsa colonia que solo lo es para los lazis más recalcitrantes cuyo sueño es mi pesadilla. Nacer en Barcelona me ha permitido hablar castellano y catalán, leer La regenta de Clarín y la Vida privada de Josep Maria de Sagarra, escuchar a Sisa y a Amancio Prada, cambiar de idioma veinte veces al día y no recordar en qué lengua había visto tal o cual película doblada en algún canal de televisión. Ser un barcelonés anti lazi, alguien con acceso a dos culturas (en este caso complementarias), me parece una suerte y, también, un estado mental: que se metan, pues, su nación sin estado por donde les quepa y me dejen seguir disfrutando de mi doble nacionalidad, o triple, si le añado mi interés por el mundo anglosajón, o cuádruple, si incluyo el francés.
Soy consciente de que Hong Kong, Gibraltar y Cataluña no tienen nada que ver, pero no tengo la impresión de estar atando moscas por el rabo, sino de estar reivindicando un estado mental francamente apetecible y enriquecedor. El colonialismo, real o inventado, no solo tiene cosas malas.