Todos estamos contemplando el incalificable comportamiento del consejero Gonzàlez-Cambray, de un buen número de padres del Colegio Turó del Drac, y de diferentes partidos y entidades nacionalistas ante la ejecución de las cautelares acordadas por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña para que se aplique al menos el 25% de docencia en español en las clases a las que asiste el menor de una familia de Canet de Mar que así lo ha reclamado.
En este contexto, como profesora que ha participado en el impulso de la plataforma Universitaris per la Convivència, que defiende la autonomía universitaria frente a las presiones nacionalistas, quiero poner el acento en el silencio de tantos maestros y profesores (de secundaria) que estoy convencida de que no comparten lo que está sucediendo tras la ratificación de la sentencia que pone fin a la inmersión. Porque el inaceptable acoso a la familia de Canet no habría sido tal si no fuera inminente la ejecución de la sentencia promovida por la Abogacía del Estado que, esa sí, vinculará a todo el sistema educativo catalán.
En todos estos años del procés, ante las abrumadoras evidencias de instrumentalización política de la escuela, las únicas manifestaciones de los docentes no universitarios que hemos escuchado son las de sindicatos y directores de centros, todas ellas orientadas a apuntalar el discurso del poder nacionalista.
En el caso de los sindicatos, cabe recordar el ilustrativo discurso de Ramon Font, entonces presidente del sindicato mayoritario USTEC-STES, el 8 de noviembre de 2017, en la plaza de la Catedral de Barcelona, con motivo de la huelga general convocada por la Intersindical-CSC. Decía, con una gigantesca pancarta de fondo que rezaba “Llibertat presos polítics!”, que Ponsatí era su “consejera legítima” y que no reconocerían “ninguna autoridad impuesta antidemocráticamente”. Apuntaba también que “los herederos de la formación del espíritu nacional franquista” les estaban acusando (a maestros y profesores) de adoctrinamiento, que no darían clases en castellano bajo ningún concepto y que no renunciarían a hablar de política en los centros educativos. Vale la pena escuchar la intervención.
En cuanto a los directores de centros, es difícil olvidar a muchos de ellos entregando simbólicamente las llaves a Puigdemont en el Palau de la Generalitat para que organizase el referéndum ilegal –colocando a los menores en el foco de un más que previsible conflicto— o pidiendo por carta a la Comisión Europea solidaridad con los heridos el 1 de octubre. Entonces, como ahora, las obsesiones identitarias por encima de los derechos de los menores. ¿O no habría sido lo razonable rechazar que las votaciones se celebrasen en los centros educativos para proteger a los niños del más que previsible conflicto que se avecinaba?
Pero todo ello tiene una explicación: el plan de control de las entidades sociales descrito en el celebérrimo Programa 2000 –exitoso en casi todos los ámbitos, entre ellos el sindical— y el sistema de designación de los directores en el que participan personas nombradas directamente por la Generalitat desde 2010 y que está absolutamente controlado por ellas desde 2015. Cuando se aproximaba el momento álgido del procés se reformó el Decreto 155/2010, de 2 de noviembre, sobre la dirección de centros educativos públicos y sobre el personal directivo profesional docente, y se estableció que la comisión de selección de los directores estaría conformada por cinco representantes de la Administración, un miembro del consejo escolar que no sea profesor y tres profesores del centro elegidos por el claustro (artículo 16).
Así las cosas, están actuando como portavoces de maestros y profesores sindicatos abiertamente nacionalistas que representan –esto no se explica— a bastante menos de la mitad de los docentes, puesto que la participación en las últimas elecciones sindicales (2019) fue del 42,8%. Y, a la vez, la implementación de las políticas lingüísticas depende de los directores elegidos por el procedimiento antes descrito.
Existen, no obstante, muchos profesionales que en modo alguno comparten los delirios identitarios que planean de forma asfixiante sobre la vida pública catalana o que sencillamente querrían trabajar al margen de tanta presión, pero el problema es que no se les escucha. No se les escucha como no se nos escuchaba a nosotros, los profesores universitarios, hace apenas tres años, cuando empezamos a observar que había muchos colegas dispersos en diferentes facultades y campus que de vez en cuando discrepaban en claustros y reuniones diversas.
Hoy las cosas han cambiado. Nos hemos organizado y ya contamos con resoluciones judiciales y del Defensor del Pueblo que amparan nuestras reivindicaciones de neutralidad política de los órganos de gobierno de las universidades. Y también contamos con múltiples apoyos de colegas de otras universidades españolas y extranjeras, con voz en los medios y hasta se observan frecuentes iniciativas parlamentarias que recogen nuestras reivindicaciones.
¡Ojalá que los compañeros de otros niveles educativos también den un paso al frente para, en primer lugar, reclamar un sistema de elección de los responsables de los centros sin injerencia política y, desde luego, para combatir los discursos identitarios de unos sindicatos que reproducen los mantras nacionalistas hasta el punto de colocarlos por encima de los derechos de los menores como se observó en torno al 1 de octubre de 2017 y como se observa ahora ante una sentencia que obliga a algo tan razonable como implementar una escuela bilingüe en una sociedad bilingüe!
Estoy convencida de que muchos lo han pensado más de una vez. Falta dar el paso. Romper el silencio. Es una cuestión de salud democrática. Y también de libertad personal.