Hace unos días fui a cenar con una amiga del cole, con quien me veo cinco o seis veces al año. Tiene 42 años, trabajo estable como economista desde que salió de la universidad (estudió dos carreras) y se ha formado por su cuenta en muchas otras cosas, especialmente en asuntos relacionados con el desarrollo personal, desde yoga a taichí, pasando por nutrición y astrología. En definitiva, una mujer formada. Por eso me sorprendió cuando el otro día empezó a explicarme los motivos por los que ella no se había vacunado.
Entre varios miedos infundados a los efectos secundarios (como el tan extendido rumor sin rigor científico de que “a una amiga de una amiga se le fue la regla justo después de vacunarse) y otras fobias y “cosas suyas” que no me quiso concretar, me soltó también que ella no creía que el virus fuera fruto de la naturaleza, porque era algo demasiado perfecto y destructor, que estaba beneficiando a algunos, o no era casualidad que los chinos estuvieran tan bien, “y ya tuvieran su vacuna, que era efectiva por cuatro años”, me dijo, repitiendo otro rumor falso.
Logré mostrarme tolerante y calmada durante toda la cena, pero por dentro mi cabeza estaba a punto de explotar: ¿no nos educaron a las dos para creer en la ciencia? ¿Desde cuándo es más válido creer en chismorreos que en lo que dice un médico? ¿Por qué a mi amiga le cuesta tanto aceptar la realidad?
Mi amiga no es la única antivacunas que conozco. Tengo dos primos en la treintena que tampoco quieren vacunarse. El primero, periodista y fumador empedernido, dice que no se fía de lo que nos dicen. Tiene gracia. No se fía de la vacuna, pero en cambio no tiene miedo a fumarse una cajetilla diaria cuando conoce de sobras los efectos secundarios del tabaco. Mi prima tiene un cuadro un poco más especial: obsesionada con la nutrición y la vida sana desde que es una niña, asegura que esta vacuna tiene unos efectos secundarios terribles, según los científicos y eminencias en cáncer que ella consulta por internet, ya que los medios de comunicación convencionales los censuran. Cuando dijo eso, me cansé de ser tolerante. “No digas tonterías”, le solté, sabiendo que la discusión estaba asegurada. ¿Qué se imagina mi prima? ¿Al presidente de Pfizer amenazando por teléfono al director del The New York Times? Mi prima convive con un familiar de casi 70 años con una enfermedad crónica que le hace especialmente vulnerable al Covid. Pero a ella le da igual. “Yo no me meto nada en el cuerpo por nadie”, me soltó.
Otro antivacunas cercano es mi amigo Daniel (nombre inventado), publicista de prestigio, de 50 años. Daniel, que es vegano desde hace unos años y está obsesionado con la salud, está convencido de que si él coge el Covid no le pasará nada, porque come sano. Y que él no se pondrá la vacuna por miedo a los efectos secundarios. “Se está empezando a ver que ha subido el número de ictus e infartos desde que empezó la vacunación”, me dijo el otro día por teléfono muy convencido. Respiré hondo y no dije nada. Me he dado cuenta de que no puedo dialogar sobre este tema de forma racional, porque los argumentos de los antivacunas no están basados en hechos, sino en rumores y fake news. Puedo entender que hayan dejado de confiar en los medios de comunicación o en los gobiernos (yo también), pero eso no justifica que hayan dejado de creer en la ciencia.
“Casi era mejor cuando la gente creía en Dios”, le dije a un amigo medio en broma. Al fin y al cabo, ser antivacunas o creer en teorías conspirativas me parece una forma de buscar consuelo ante el absurdo e incierto mundo que nos ha tocado vivir. Pero la vida siempre ha sido así.
Ahora, cuando me topo con un antivacunas ya no siento rabia, solo frustración. Aunque quizás lo más práctico sería optar por el humor. Mi nuevo ídolo es Peter McIndoe, un joven estadounidense de 23 años que en 2017 creó Birds Aren’t Real, un movimiento conspirativo de broma que pretende difundir que los pájaros no son reales, sino drones del servicio de espionaje estadounidense.
“Birds Aren’t Real no es una sátira superficial de las conspiraciones. Es una sátira desde lo más profundo”, dijo McIndoe a The New York Times esta semana. McIndoe se siente representante de una generación (generación Z) que ha crecido en un mundo invadido por la desinformación y las noticias falsas, y al disfrazarse de teóricos de la conspiración, han encontrado una comunidad y una afinidad. “Se trata de poner un espejo frente a Estados Unidos en la era de internet”, añadió. El movimiento, que pretende reírse de las teorías conspiranoicas, se ha hecho viral en las redes sociales, además de conseguir que miles de jóvenes acudan a las concentraciones esporádicas que organizan en el centro de las grandes ciudades del país. Que alguien abra delegación en Europa.