Hace un mes aproximadamente, Arcadi Espada explicaba en un artículo –tras unas memorables jornadas patrocinadas por los jóvenes de Ego On en Bilbao— que el paisaje político, social y cultural del País Vasco es hoy el resultado del buen trabajo realizado por el PNV. La violencia de ETA no solo no habría condicionado el éxito del proyecto, sino que en gran medida lo habría perjudicado desacreditándolo. En tal sentido, la Cataluña pujolista demostraría cómo la mansedumbre política habría permitido construir un programa ideológico sin necesidad de recurrir a las armas. La violencia operaría como un consuelo colectivo por no haber sabido articular una alternativa plausible y eficaz frente al nacionalismo periférico.
El tiempo y el resultado de lo ocurrido en el País Vasco creo que dan la razón a Espada. Tratar de construir un relato alternativo ante la ausencia de alguna de las variables causales es un contrafáctico de libro. Objetaría alguna cosa: por ejemplo, en Cataluña el triunfo del nacionalismo se hizo también con ciertas dosis de violencia. Y no me refiero solo a las acciones de Terra Lliure, sino a los efectos de un régimen corrupto cuya razón de ser pasa, precisamente, por imponer a los actores políticos una voluntad comprada con dinero o con el típico chantaje identitario. Ya saben, repartir carnés de catalanidad. Más allá de esta objeción, podemos aportar algunos datos que no vienen mal para refrescar la memoria (y no histórica, precisamente).
Se suele olvidar que ETA no comenzó a matar políticos allá por 1990 en aplicación de la doctrina totalitaria de la “socialización del sufrimiento”. En 1975 inició una campaña “antialcaldes” que propició una desbandada de responsables políticos y funcionarios del franquismo (sobre todo en el ámbito de la educación). Murieron ametrallados, por ejemplo, Víctor Legorburu –alcalde de Galdácano—, Juan María Araluce –presidente de la diputación de Guipúzcoa— y Augusto Unceta Barrenechea –presidente de la diputación de Vizcaya—. Casi todos ellos provenían del tradicionalismo y el foralismo: apoyaban la vuelta del Concierto, pero renegaban del euskera –que hablaban con sus familias— y de la ikurriña –que consideraban bandera del PNV—. Para saber el recorrido político que habrían tenido en democracia, basta con recordar la conversión abertzale que sufrieron muchos carlistas de la época.
Junto a la campaña “antialcaldes” ETA –en concreto la extrañamente prestigiosa rama polimi— realizó una brutal cruzada de exterminio de la derecha vasca. Los libros del periodista Gorka Angulo y el historiador José Antonio Pérez detallan cómo Alianza Popular y UCD tuvieron que llevar a cabo campañas en semiclandestinidad, insultados, agredidos y asesinados sin que las fuerzas de seguridad pudieran hacer nada para evitarlo. Ramón Baglietto, Jaime Arrese, Juan de Dios Doval y José Ignacio Ustarán fueron algunas de las víctimas más representativas de una limpieza ideológica que tenía semejanzas políticas y simbólicas con las acciones llevadas a cabo por las Brigadas Rojas italianas. Como consecuencia de ello, la representación política se vio alterada en las numerosas citas electorales producidas entre 1977 y 1980.
Algún efecto debió tener todo este desolador panorama de violencia en la democracia que estaba arrancando en España y País Vasco. El libro Entre tiros e historia del historiador José María Portillo Valdés detalla que el Gobierno de UCD planteó las cesiones al nacionalismo en sede constituyente y estatuyente como la mejor medicina para calmar y hacer desaparecer la violencia de ETA. La Disposición Adicional 1ª de la Constitución y el Estatuto de Autonomía (1979) se negociaron mayormente entre gobiernos, aceptándose el lenguaje nacionalista y un foralismo de nueva planta que nada tenían que ver con la historia del derecho, sino con unos fantasiosos derechos históricos que después han sido el marco institucional diferencial que ha permitido desplegar las políticas identitarias y nacionales. ETA, ya lo sabemos, no desapareció, pero con su violencia provocó, como recordaba Juan Linz, una espiral de silencio que hizo muy difícil que los partidos y ciudadanos defendieran proyectos políticos alternativos con las lógicas garantías del pluralismo democrático.
Dicho esto, coincido con Espada en que ese marco institucional diferencial no parece que haya conducido –en cuanto a la aplicación de la construcción nacional— a un escenario muy distinto del finalmente alcanzado en Cataluña. El PNV y la extinta CiU nunca consideraron los pactos jurídicos como puntos de llegada, sino como puntos de partida de posteriores desarrollos políticos, como ha demostrado el camino más o menos sosegado seguido por Navarra en lo identitario, que cuenta también con su propia versión del foralismo. El mal llamado constitucionalismo y la izquierda –¡precisamente la izquierda!— no han comprendido que la metodología con la que opera el nacionalismo promueve un concepto teleológico de la historia –hacia el Estado independiente— incompatible con un modelo de estabilidad democrática. Pero este es un asunto de cultura política sobre el que hoy no toca ocuparnos: dejémoslo para futuras entregas.