Dice el refrán que nunca es tarde si la dicha es buena. Desde esa perspectiva, deberíamos celebrar las reacciones de indignación y censura que ha provocado el acoso a la familia de Canet de Mar que solicitó que se aplicara en la clase de su hijo el 25% de horas en castellano ratificado por el Tribunal Supremo. Sin embargo, recurriendo a otra expresión popular, algunos parecen haberse caído ahora del guindo. Como si ese hostigamiento no hubiera existido antes. Poca gente parece recordar la odisea que tuvieron que vivir en 2015 dos familias, una en Mataró y otra en Balaguer, que osaron solicitar, como la familia de Canet, una educación bilingüe para sus hijos. La justicia, en ambos casos, les dio la razón a las familias. Sin embargo, en ambos la presión surtió efecto: la familia de Mataró pidió aplazar las medidas cautelares adoptadas por el TSJC cuando uno de los hijos llegó llorando a casa después de haber sido señalado en el centro; la familia de Balaguer, tras sufrir, incluso, el boicot a su negocio familiar, cambió a sus hijos de centro antes de que se pudiera cumplir la resolución. Especialmente doloroso resultó el testimonio de la madre de Balaguer en el Parlamento europeo, donde detalló el vía crucis de la familia.
En ambas situaciones, los políticos nacionalistas y la Administración catalana o bien participaron de la campaña de acoso o bien miraron hacia otro lado bajo el pretexto de siempre: la defensa del catalán. Porque el nacionalismo catalán se percató, ya hace muchos años, de que la forma más efectiva de marcar territorio e imponer la espiral del silencio era atacar el eslabón más débil de los castellanohablantes: sus hijos. Y el efecto de esa hostilidad hacia las familias que se han atrevido a pedir la enseñanza bilingüe siempre se ha utilizado después como ariete argumentativo para la defensa de la inmersión: la prueba irrefutable de que el sistema cuenta con un consenso casi absoluto sería que solo unas pocas familias piden cada año una escolarización bilingüe para sus hijos.
Pero con ser graves los casos referidos, lo más preocupante es que apenas son la punta del iceberg de un entramado silencioso, de proporciones colosales, que vertebra el sistema educativo catalán y buena parte de la sociedad catalana. Esos casos mediáticos son la cara visible de una presión que opera también en grados de menor intensidad, pero igualmente efectivos. Sirva como ejemplo la conversación de la que fui testigo hace unos años en mi centro de trabajo.
Un profesor de Economía entró a la sala de profesores quejándose de que una alumna siempre hablaba en castellano en sus clases. Entonces, una compañera dijo que el problema de aquella alumna era que tenía una especie de alergia al catalán, y que, por tanto, él debía corregir aquel mal hábito y obligarla a que interviniera siempre en catalán. El profesor de Economía confesó que la alumna le había preguntado qué pasaría si pidiera el 25% de horas en castellano. En aquel momento intervino otro compañero para decir, con una sonrisa displicente y aire retador: “Que las pida”. La otra compañera aseguró que el padre de la alumna no pediría las clases en castellano porque era un tipo encantador. Entonces yo le pregunté a mi compañera si estaba insinuando que los padres que pedían el 25% en castellano no eran encantadores. A lo que ella, con un mohín de desagrado, repuso que ya la había entendido, que aquel padre no pediría las clases en castellano porque no querría buscar problemas.
Tras esa respuesta me callé: no quise entrar en el bucle del que había participado en otras ocasiones. Pero aquello fue la constatación de cómo incluso los propios docentes asumen como algo natural esa presión que ahora –solo ahora– parece haber despertado la indignación de algunos. Así que la entraña del problema no está en ese acoso puntual a la familia de Canet, sino en todo el andamiaje ideológico y moral que sustenta ese tipo de reacciones y que se manifiesta en múltiples detalles de la realidad diaria. Porque durante todos estos años no se ha perseguido en Cataluña la tan cacareada normalización lingüística. Lo que verdaderamente se ha normalizado ha sido ese paisaje moral que permite percibir como algo legítimo alentar la marginación de un niño de 5 años por motivos ideológicos.