Quizás pocas cuestiones ponen tan de relieve la débil vigencia del Estado de derecho en Cataluña como la cuestión lingüística. Como ya han explicado mejor que yo autores como Joaquim Coll, el éxito de la denominada “inmersión lingüística” identificada con el uso vehicular exclusivo del catalán en las escuelas es no ya un dogma de fe, sino, sobre todo, una enorme mentira (como muchos dogmas de fe, por cierto). Ni los datos avalan el supuesto éxito del modelo ni es cierto que no exista demanda social para otro mucho más equilibrado y con una presencia mucho mayor del castellano en la enseñanza; otra cosa es que desde la Administración autonómica se disuada a los padres de pretender tal cosa. Resulta difícil ejercer los derechos que se reconocen a los ciudadanos si las Administraciones están empeñadas en evitarlo. No olvidemos que gozan de un estatuto jurídico tremendamente privilegiado precisamente porque se supone que defienden los intereses generales frente a los particulares, siempre con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho según el art. 103 de la Constitución. De ahí que cuando el sistema se pervierte, y por motivos ideológicos, partidistas o de cualquier otro tipo la maquinaria administrativa se pone en marcha en contra de los intereses generales (que vienen definidos en el ordenamiento jurídico) y en contra de determinados derechos de los ciudadanos tengamos un problema muy grave.
Y es que, no lo olvidemos, los ciudadanos de a pie en un Estado democrático de derecho no deberían nunca convertirse en héroes que luchan judicialmente por sus derechos contra una Administración empeñada en no reconocérselos con un enorme coste en tiempo, en dinero y hasta psicológico. Si una Administración nos falla, se supone que hay otras instituciones de control y contrapeso (empezando por las autonómicas y terminando por las estatales) para protegernos antes de llegar a los tribunales de justicia, cuando todas y cada una de ellas nos fallan. Desgraciadamente, en el caso catalán, dado el férreo control político que se ejerce por la Generalitat sobre todos y cada una de las instituciones de contrapeso (pensemos en el Síndic de Greuges) y el desistimiento de las instituciones del Estado (pensemos en la inútil Alta Inspección del Estado) lo único que queda es la vía judicial.
Y cuando esta vía judicial, que es lenta y costosa, finalmente da frutos resulta que las autoridades autonómicas consideran que las sentencias firmes que no les gustan pueden no cumplirse sin que les pase nada. Y a lo peor tienen razón. Y eso que el cumplimiento de las sentencias está recogido en el art. 118 de la Constitución de forma tajante: “Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los jueces y tribunales, así como prestar la colaboración requerida por estos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto”. Pero, claro está, hay que hacerlas cumplir para que no se conviertan en papel mojado, para lo que se requiere, a falta de cumplimiento voluntario, una ejecución forzosa que hay que instar del propio tribunal sentenciador. Lo interesante aquí es que el Govern dispone y usa a sus servicios jurídicos para interponer recursos judiciales con base en motivos técnicos, pero, cuando con base en motivos igualmente técnicos, estos recursos se desestiman, pasan al terreno de la ideología, la demagogia o, abiertamente, al del iliberalismo puro y duro para proclamar que, en Cataluña, las sentencias que les molestan no se cumplen. Y es que quizás la mayor diferencia del Gobierno independentista con respecto a otros Gobiernos de corte iliberal y de extrema derecha también renuentes a la separación de poderes y, en definitiva, al Estado democrático de derecho es el desparpajo con que, cuando pierden en los tribunales, se proclaman legibus solutus, es decir, por encima de la Ley y el Derecho cuya interpretación última corresponde a los tribunales de justicia. Como habrán adivinado, de ahí viene el término “absoluto” o “absolutista” que se aplicaba a las monarquías del Antiguo Régimen.
Recordemos que la sentencia firme que hay que cumplir obliga a la Generalitat de Cataluña a adoptar las medidas que sean necesarias al efecto de garantizar que, en las enseñanzas incluidas en el sistema educativo de Cataluña, todos los alumnos reciban de manera efectiva e inmediata la enseñanza mediante la utilización vehicular normal de las dos lenguas oficiales en los porcentajes que se determinen, que no podrán ser inferiores al 25% en uno y otro caso. En un Estado de derecho normal, no hay más que hablar. Sin embargo, lo que ha ocurrido es que los responsables autonómicos han salido en tromba a proclamar que no piensan cumplirla, sin que por el lado del Gobierno central (que es parte en el proceso) se haya demostrado mucho entusiasmo tampoco por pedir la ejecución forzosa, algo que pueden hacer, a falta de cumplimiento voluntario, tanto las partes en el proceso como los terceros afectados (en este caso, los ciudadanos con hijos escolarizados en Cataluña y las asociaciones que les representen).
Y en eso estamos. Es importante entender que cuando un particular, pero sobre todo una Administración con mucho poder, incumple sentencias firmes se abre la veda para privarnos de nuestro derecho como ciudadanos a una tutela judicial efectiva, en los términos previstos en el art. 24.1 de la Constitución española. Efectiva, lo que quiere decir que no puede quedar en manos de los poderosos el cumplimiento de las sentencias, porque eso las convertiría en papel mojado. Por eso es esencial entender que no podemos permitirnos renunciar exigir el cumplimiento de las sentencias firmes a quienes más poder tienen, porque emprendemos un camino sin retorno.