Una de las mejores dedicatorias que me han escrito nunca en un libro, dice: “Andrea, nostalgia de un pasado reciente. Ya sabes que cualquier tiempo pasado fue mejor, y ahí estás tú. Se te quiere. No desaparezcas más”. Me la escribió un buen amigo, periodista y editor, a quien por desgracia ya casi no veo nunca, excepto esporádicamente, en alguna presentación de libro o evento literario. Siempre nos abrazamos con ilusión y nos prometemos quedar para comer y ponernos al día (“—¿Y de parejas, cómo vas? –Fatal, como siempre, pero mantengo mi club de fans” fue nuestra última, y breve, conversación), pero luego el tiempo pasa, cada uno sigue con su trabajo, sus familias, su agenda rutinaria de amistades y aficiones, y no volvemos a vernos.

Y me da rabia no vernos. Porque Marc (no es su nombre verdadero) es uno de esos amigos con los que he compartido una de las mejores etapas de mi vida: la primera mitad de la treintena, poco después de quedarme soltera, publicar mi primera novela y tener un trabajo de periodista que me gustaba y pagaban bien.

Marc y yo nos conocimos hace 10 años, cuando un amigo en común me propuso ir a trabajar a la oficina que compartía con él. No era un coworking hípster ni nada por el estilo, sino un cuarto sin calefacción y apenas luz natural en la planta baja de un edificio de la zona alta de Barcelona, que también compartíamos con una ginecóloga y los fundadores de una pequeña editorial latinoamericana, que se habían mudado a Barcelona para abrir la sede española.

Desde el primer día que puse un pie en esa oficina, “ir a trabajar” se convirtió en lo más divertido de la semana. ¿Qué más podía pedir que pasar el día en compañía de cuatro hombres de mi edad, con el mismo sentido del humor y ganas de diversión? Ir a la oficina era como ir al cole: allí estaba Marc, el amigo que se divertía dándome consejos para solucionar mi desastrosa vida emocional y con quien compartía la prestigiosa habilidad de los sagitario para ser bocazas y meter la pata, “pero a pesar de todo, caer bien”, nos reíamos.

Luego estaba mi amigo Nacho, un friki de las tecnologías que nos utilizaba para hacer tests de software y que podía pasarse horas hablando de física cuántica sin que yo entendiera nada.

Y, por supuesto, estaban los dos editores, Santiago, el que me gustaba, con quien intentaba quedarme a solas siempre que podía, aunque muchas veces me lo encontraba dormido frente a la pantalla o tumbado sobre la camilla de la ginecóloga, y Eduardo, un mexicano con un sentido del humor sarcástico y burlón que me curtió como persona. “Cuanto más nos metemos contigo, significa que más te queremos”, me decía para justificar las salvajadas que soltaba. Era capaz de hacer broma de cualquier cosa —la enfermedad de mi padre, la política catalana, mis zapatos, alguno de mis defectos físicos—, pero logré comprender que el humor mexicano es así, políticamente incorrecto, un detalle que echo de menos en medio de esta tendencia global a ofenderse a la más mínima.

A la ginecóloga no la vimos nunca por la oficina, por suerte, porque se hubiera enfadado mucho si hubiera descubierto que usábamos la silla ginecológica de su consulta para hacer la siesta o para almacenar las botellas de alcohol para alguna de nuestras fiestas, en las que Marc solía fumarse un puro y luego se olvidaba de ventilar. El lunes siguiente, si llegaba la primera, hacía tanta peste que era imposible trabajar. Así que me iba al bar de al lado a desayunar, donde, con un poco de suerte, ya estaría Santiago tomándose un café y un bocadillo con cara de dormido.

Un año más tarde, los editores se marcharon de Barcelona, mi amigo Nacho se mudó a Madrid y Marc encontró un empleo estable en otro lado, así que tuvimos que cerrar la oficina. Desde entonces, he probado otros coworking y oficinas compartidas, pero nada ha sido igual. Nadie estaba allí para pasarlo bien, solo para trabajar y ser eficiente. Así que, de momento, sigo en casa, trabajando en pijama.