Ahora que el volcán de La Palma lleva más de 50 días en erupción y los noticieros dan cuenta de la extensión de las lavas y la destrucción de casas, cosechas, e infraestructuras, la banalidad social del fenómeno se extiende. Resulta que cierto número de turistas se dirige a la isla para presenciar el espectáculo en vivo, como si fuera un circo, no se conforman con los reportajes televisivos y se agolpan en los lugares destinados para ver lo más cerca posible las erupciones. Mientras muchas familias lo han perdido todo, sus casas, sus pertenencias, sus recuerdos, los visitantes se lamentan, y cuando se han cansado de ver los mismos movimientos volcánicos de todos los días regresan a sus lugares de residencia. Y lo único que han pronunciado cuando una alcachofa de TV se les ha acercado es lo triste que resulta ver las familias desahuciadas. Después continúan con sus vidas normales y contarán a sus amigos y vecinos lo magnífico que es ver un volcán en plena actividad, como algo que será difícil de repetir. No puedo dejar de recordar a Hannah Arendt cuando analizaba la figura del exterminador de judíos, Eichmann, juzgado en Israel y condenado a la horca. Él argumentaba que era un funcionario y se limitaba a aplicar las órdenes del mando sobre la solución final sin ningún rescoldo moral. Era su obligación, como militar, cumplir con lo dispuesto por las autoridades superiores sin indagar sobre las consecuencias.
Salvando las distancias, los turistas que visitan el volcán actúan de manera similar: lo importante es contemplar un hecho insólito de la naturaleza que podrán recordar toda su vida. Seguro que habrán recogido en cientos de fotos y vídeos las peripecias de las explosiones y el recorrido de la lava. Habrán esperado al anochecer para que todo sea más espectacular entre la luz del fuego y la oscuridad. Pero antes podían haber leído esa obra clásica, considerada entre las 100 mejores novelas escritas en inglés: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, publicada en 1947, donde se analizan las relaciones humanas de amor, celos y odios. El excónsul inglés Geoffrey Firmin, alcohólico y amargado por las infidelidades de su esposa con su hermanastro, navega en una permanente melancolía con la convicción que no tiene más salida que la muerte. No cree que la sociedad tenga solución por muchas teorías revolucionarias que lo propongan. Él busca solo su propia identidad, sabiéndose un ser solitario, mientras reflexiona sobre el absurdo de la existencia en aquella ciudad mexicana de Cuernavaca donde, a lo lejos, se erige un volcán temporalmente apagado. “I see myself as all mankind in mirrors, babbling of love while at this back rise horrors” (“Me veo a mí mismo como toda la humanidad en los espejos, balbuceando de amor mientras en esta parte de atrás se elevan los horrores”). Desde su propia condición, Lowry es capaz de trasmitir la tragedia del ser humano desde su continuo alcoholismo de tequila y mezcal. Como la mayoría de los novelistas crea su ficción desde su experiencia vital. El tiempo ocupa el principal espacio porque intenta captar el flujo de una realidad siempre cambiante, donde el escritor es siempre un viajero, aunque en su novela condense el tiempo en periodos cortos y en ellos rememore algunas de sus vidas anteriores, al igual que ocurre en el Ulises de Joyce. El pasado nos condiciona permanentemente, nos encontramos atrapados en él y se convierte muchas veces en un infierno al recordarlo. Esta novela, que tuvo cuatro manuscritos antes de publicarse, trascurre a lo largo del 2 de noviembre de 1938, en 12 capítulos, que comienza donde termina.
El volcán está quieto, pero su silencio es temporal, en cualquier momento puede explosionar como ocurre en la vida de todos nosotros. Esa es la metáfora de su obra: nada es permanente y cuando menos lo esperamos surgen movimientos incontrolables que nos retrotraen a nuestro pasado, que nunca es el mismo. Y es inútil echar la culpa a factores externos cuando explotan sin preverlo. Menos mal que a ningún líder político se le ha ocurrido echar la culpa de la erupción del volcán de La Palma al Gobierno o a la oposición, pero todo se andará, como el refrán italiano: “Piove, porco governo”. En realidad, Bajo el volcán refleja la lucha de uno mismo por su vida, con sus propios fantasmas, de su combate contra sí mismo, contra sus sueños y desilusiones, contra el desamor, con la obsesión por ser libre. Porque todo acaba en un infierno del que nunca se sale, en una guerra que después de la cual existe el reflejo inútil de un mundo mejor, pero que el destino conducirá a otra conflagración, más terrible si cabe, y así sucesivamente en un proceso ineluctable. A Lowry parecía gustarle el fracaso, incluso cuando alcanzó el éxito con su novela. Dice su biógrafo, Douglas Day, que vivió amargado por la pequeñez de su pene y eso que fue amado intensamente por sus dos mujeres, con las que vivió, y por otras a las que cautivó. Pero uno siempre anhela aquello de lo que carece y por eso, tal vez, viene bien recordar las palabras del escritor brasileño Machado de Assís: “Soy un escritor fallecido, no en el sentido de alguien que ha escrito y ahora ha fallecido, sino en el sentido de uno que ha muerto y ahora está escribiendo”.
Los habitantes de La Palma que lo han perdido todo, y a pesar de las ayudas que les proporcionen, solo les queda el recuerdo y les es imposible retrotraerse a aquellas vidas que tuvieron con sus alegrías y tragedias. No es fácil empezar de la nada cuando se tiene una historia, aunque esta sea tan banal como la de Eichmann. En el poema que Lowry dedica a Rilke y a Yeats afirma: “Ayúdame a escribir. Muéstrame las puertas donde están las órdenes”, o en Without the nighted wyvern (Sin el nocturno dragón): “Nuestra vida ideal contiene una taberna donde el hombre puede sentarse y hablar o simplemente pensar”. Aún harán en La Palma un festival para recaudar con toda la farándula y Perón encontrará de nuevo a Evita como en el terremoto de San Juan.