Cuenta Orlando Figes en Los europeos (2019) que el escritor ruso Turguénev, al enterarse que en París se estaba gestando la revolución de 1848, anotó en su cuaderno: “¡Una revolución sin mí!”. Solo tardó media hora en vestirse y en subirse en un tren camino de la capital francesa. Sin la expansión del ferrocarril en el siglo XIX, los europeos no habrían tomado conciencia tan rápido de la proximidad e intereses culturales comunes.
Ahora, en pleno siglo XXI, el tren se está convirtiendo una vez más en un signo distintivo de progreso o de desigualdad, según se mire. En el caso español la situación es aún más compleja. Mientras las sesudas mentes políticas de nuestro país deliberan sobre si la reforma constitucional ha de ser federalista o autonomista, el común de los mortales camina por espacios menos abstractos y más concretos y cotidianos, y muchos de ellos son el de las autovías o el ferroviario.
Es bien sabido que hay muchas Españas: la urbanita reconcentrada, la rural vaciada, la litoral especulada, la autonómica casi independizada…, pero por mucho que nos inventemos calificativos existe una que desde 1833 se impone como realidad administrativa de referencia e identitaria: la provincial. El provinciano del siglo XXI no es ya aquel individuo poco elegante o escasamente refinado, sinónimo de cateto, ha mutado y se asocia en plataformas electorales transversales y en movimientos de reivindicación socioeconómica. El trato discriminatorio con el que todas las administraciones estatales y regionales, ambas centralistas, han relegado los intereses comunes de los ciudadanos de determinadas provincias supera toda justificación verborreica del o la portavoz de turno del gobierno correspondiente.
En lugar de tanta España imperial o tanta plurinacionalidad etnolingüística, el grado de españolidad se está comenzando a medir también desde el reconocimiento que la provincia correspondiente recibe de las instancias superiores, sea por la calidad de los servicios (sanitarios, educativos, infraestructuras…) o por las propuestas presupuestarias de inversión a corto y medio plazo. Aunque aquí a largo plazo parece que solo piensa el rey y su descendencia.
Uno de esos signos por los que la provincia se considera debidamente atendida o no es el servicio público ferroviario. Así, al movimiento ya organizado de la España vaciada (Teruel, Soria, Jaén…) hay que sumar en el de la España incomunicada (Badajoz, Cáceres, Huelva, Granada…), donde no llegan trenes o si llegan lo hacen tarde y muy mal.
El caso más llamativo en las últimas semanas ha sido la petición de asilo que una organización empresarial de Huelva ha solicitado al gobierno de Portugal, como denuncia por el abandono con el que los gobiernos centrales y autonómicos, actuales y anteriores, están hundiendo el presente y el futuro inmediato de esa provincia. Es inusual ver a empresarios quemando públicamente la propuesta de Presupuestos Generales del Estado (PGE) de 2022, la inspiración cupaire llega también lejos.
Las quejas y lamentos están calando cada vez más en la ciudadanía. Ese es el caso también de Granada, donde la plataforma “Granada por el tren” ha mutado en una amplia movilización de “Granada por el Corredor Mediterráneo”. Pero no hay nada más lento que un tren que circule por unas vías de hace más de siglo y medio o donde ni hay Cercanías ni se les esperan. Nadie desde esos lugares podría, como Turguénev, subir a un tren para llegar a tiempo a la revolución, si esta se produjese en Madrid, Barcelona, Sevilla, Valladolid o Valencia. Quizás la única opción que les queda sea la protesta en casa, en las próximas elecciones veremos su resultado, sea por voto o por abstención.
La España plural no es solo un puzle de identidades imaginadas, es también una suma de necesidades materiales. Cada día que pasa se oye más a la España vaciada y a la España incomunicada. No nos extrañemos si en algún momento (electoral a ser posible) estalla una rebelión provincial, aquí o allá.