Las diferencias entre España e Hispanoamérica no son fruto de la casualidad. El populismo de López Obrador es una muestra más de una vieja corriente identitaria hispanófoba que bebe de la ideología liberal del criollismo privilegiado que lideró la independencia de la mayoría de las repúblicas latinoamericanas. Durante el siglo XIX se elaboró un relato de odio pasional que está reviviendo con una fuerza inusitada. Sin la puesta en marcha de ese proyecto antiespañol no se hubiesen proclamado ni hubieran fracasado la mayoría de las distintas y nuevas naciones. Esta es la tesis que plantea el historiador vasco Miguel Saralegui en su breve y sugerente ensayo Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana (Tecnos, 2021).
Durante su proceso de construcción, las nuevas repúblicas se definieron como una no-España. Para sus líderes liberales (Alberdi, Bello, Bolívar, Echevarría, Lastarria, Miranda o Sarmiento) la herencia española era una degradación que había que aniquilar. Estos pensadores consideraban que la primera independencia política no tendría alcance ni valor alguno si no se culminaba con la segunda independencia, la cultural, con la que se borraría de todos los escenarios político, económico, racial y religioso cualquier atisbo de la herencia. Los ejecutores de este asesinato de la metrópoli fueron los criollos privilegiados, primeros y únicos beneficiarios de esta invención de las Américas republicanas, plagada de hiperbólicos insultos hacia la madrasta España, la peor tiranía de la historia según ellos.
Es cierto que existen coincidencias entre el proceso independentista latinoamericano y el catalanista, pero inquietantes son aún más las similitudes a posteriori, una vez lograda la emancipación. Después de la independencia todo fracaso era valorado como una consecuencia directa del pasado colonial, hasta la ineptitud política de sus caudillos. Así, ante la ingobernabilidad de la joven república argentina, Sarmiento concluyó en 1877: “Me preguntáis: ¿dónde meto a la España y a nuestras repúblicas, sus hijas? Os diré, mi querido Victorino [Lastarria], que las metáis donde os dé la gana: pues, para mí, realizan mi teoría, a saber, gracias a los moros, a Carlos V y Felipe II, nacieron sin conciencia ni tendencia de gobierno”. En fin, la hispanofobia independentista produjo, en palabras de Saralegui, la primera gran revolución cultural del mundo contemporáneo, mucho antes que la soviética o la china intentaran instaurar con el mismo objetivo una nueva experiencia política y colectiva.
La crisis de 1898 puso de manifiesto que la amenaza no era ya la vieja España sino los Estados Unidos, la nueva potencia del norte. El siglo XX fue el tiempo de la reconciliación, con la hispanidad como metáfora de ese giro culturalista, y con la llegada de millones de españoles emigrantes o exiliados. Pero ni siquiera este baño de realidad humana (la Ñamérica de Caparrós) ha logrado modificar los principios del antiespañolismo latinoamericano que, a comienzos del siglo XXI, ha emergido con enorme fuerza reivindicando de nuevo la revolución cultural permanente y reiterando la culpa externa del atraso y conflictividad en sus respectivos países.
Puede ser discutible que la insistencia revolucionaria de estos populismos sea una herencia de la vieja España de hace 200 años, como afirma Saralegui. Aunque hasta los brasileños califican esta inclinación al guerracivilismo hispanoamericano como ese “peligroso espanholismo”. Visto así, el antiespañolismo es una forma más del españolismo, dos caras de la misma moneda hispana. El fracaso de uno está directamente relacionado con la pervivencia o el crecimiento del otro, o al revés.
Es este frentismo el denominador común de los (anti)españolismos, sean centrales, periféricos o allende los mares, centrípetos o centrífugos. Es decir, el virus de la hispanofobia que tanto nos afecta y destruye no sería un producto de importación, sino cosecha propia, consecuencia de la obsesión de los nacionalismos hispanos por manosear la historia, por desconectarse del pasado cuando no interesa, por condenarlo o juzgarlo. El error es insistir una y otra vez en el asesinato de España, sea madre o madrastra, dando pábulo a los caudillajes y dejando el futuro institucional en manos de esta estúpida tensión entre filias y fobias, tan propias de cualquier nacionalismo, sea ultra, de izquierdas o de derechas, qué más da, si esa obsesión identitaria y homicida es la antítesis de la convivencia y el progreso social.