Empecemos con los que tendrían que ser amnistiados, según lo reclaman los dirigentes independentistas, esos 3.000, más de 3.000, 3.300, 3.500… –depende del día—. Es una cifra inverosímil, fantasiosa, falsa. Fuera de los investigados, los procesados, los condenados y los escapados no se sabe quiénes son ni cuántos, algo así como las cuentas del Gran Capitán.
Los llaman “represaliados” sin que el calificativo encaje en ninguna de las actuaciones judiciales de que son o pudieran ser objeto. A los independentistas les da igual, lo que les importa es el impacto emocional negativo del vocablo y cargarlo al “Estado represor”. Son las dos caras de una misma propaganda: el victimismo del “represaliado” y el combate épico del “represaliado”.
Continuemos con la legalidad. Hay controversia jurídica sobre la constitucionalidad de una amnistía. La Constitución de 1978 no menciona la amnistía. La prohibición de los indultos generales del artículo 62 es otro supuesto. La amnistía es una figura jurídica substancialmente distinta del indulto. La amnistía extingue el delito; el indulto, la pena por cumplir. Si los constituyentes hubieran querido prohibir la amnistía, la habrían identificado como tal, para prohibirla. No lo hicieron, pese a que la tenían muy presente por la cercanía temporal del Real Decreto-Ley de 1976 sobre amnistía, luego es opinable su cabida en la Constitución, a mayor abundamiento considerando el principio “Está permitido todo lo que no está prohibido”.
Otra cosa es que una amnistía sea normativamente posible. Requeriría una ley orgánica, cuya aprobación necesita la mayoría absoluta de los legisladores, la mitad más uno, 176 diputados; no bastaría, por ejemplo, la mayoría (simple) de la investidura de Pedro Sánchez, que fue de 167. ¿Creen los independentistas que sería posible reunir tal mayoría en un Congreso tensionado hasta el límite por esa cuestión? No lo creen, lo que les importa es el impacto de la reclamación, aunque sea inviable.
Veamos la oportunidad moral y política de la exigencia. La amnistía supondría que se extinguen los delitos, todos, de los “represaliados”. No habría habido pues sedición, prevaricación, falsedad documental, malversación de caudales públicos, desórdenes públicos, desobediencia, resistencia a la autoridad, daños… Los actos cometidos durante el procés no habrían vulnerado la ley, ninguna, habrían sido “inocentes”, libres de culpa. Tal presunción es absurda en el orden racional, incompatible con el Estado de derecho e insoportable para muchos en el orden moral.
A veces, citan como referencia la amnistía de 1976. Entonces, con la amnistía se liquidaba una época tremenda que había concernido a España entera y afectado a tres generaciones de españoles. Equiparar aquella época con el procés es, como mínimo, una deshonestidad intelectual.
No obstante, ERC, JxCat, la CUP y el PDECat registraron en el Congreso, en marzo último, la “Proposición de ley orgánica de amnistía y resolución del conflicto entre Cataluña y el Estado español” –que la Mesa no admitió a trámite— con parecida fundamentación que la ley de 1976: amnistiar los actos de intencionalidad política, tipificados como delitos o como conductas sancionables administrativamente, desde el 1 de enero de 2013. Así se cubría todo y a todos. Pero, dicen que, a diferencia de 1976, la amnistía no sería “un punto final, sino un punto de partida”, para proseguir (tranquilamente) con el procés.
Vista la manifiesta improbabilidad de que la consigan, ¿por qué insisten en la amnistía? Se pueden deducir varias razones. La exigencia de una amnistía es un medio más en su enfrentamiento con las instituciones del Estado, fácil y sin riesgo, amparados por el sistema de derechos y libertades del que tanto saben abusar.
Es una buena razón para la cohesión del independentismo. No deja “colgados” a Puigdemont y los otros huidos ni a los que desde cargos públicos o desde la calle se comprometieron con el procés mediante actos susceptibles de ser perseguidos judicial o administrativamente.
Y una razón de peso: el proselitismo. La campaña en torno a la amnistía sirve de banderín de enganche. Tiene un componente emocional y movilizador por los precedentes históricos: la amnistía de 1936 a Lluís Companys y a miembros del gobierno de la Generalitat republicana que habían sido condenados a 30 años por la proclamación en 1934 del Estado catalán dentro de la “República federal española”. (Los de ahora fueron condenados a un máximo de 13 años por los actos relacionados con una independencia de Cataluña fuera de España).
Y, próxima en la vivencia de muchos catalanes, tenemos la famosa triada “Llibertat, amnistia i Estatut d’Autonomia” de 1976 con el logro posterior de las tres reivindicaciones.
Que las situaciones sean muy diferentes no les importa, como tampoco les importa que la no consecución de la amnistía cause frustración, al contrario, la frustración alimenta el victimismo, pilar de su estrategia.