Dos monólogos no hacen un diálogo. Lo decía el filósofo Norberto Bobbio reflexionando sobre las últimas décadas del siglo XX y el desangramiento que había representado la guerra para Europa. Estaba convencido de que la falta de diálogo era la esencia de la guerra que busca privar al contrincante de la posibilidad de la palabra. Según Bobbio, hablar para nosotros mismos, para los amigos y los adeptos es una cosa muy distinta al diálogo que significa siempre intercambio. El diálogo solamente surge cuando el enfrentamiento termina.
En Cataluña sabemos mucho de esto. En la última década se han sucedido los monólogos. Una parte de la ciudadanía ha asumido un discurso en el que no solo ha intentado deslegitimar a la otra, también ha negado la posibilidad de un intercambio sincero entre las diferentes opciones políticas que existen respecto al futuro de la comunidad autónoma. El concepto de pueblo ha reemplazado al de ciudadanía y, aunque la palabra diálogo está siempre presente, en la práctica se han levantado muros que impiden llegar a consensos que den respuesta a sectores amplios de la sociedad catalana.
La mesa de diálogo que se ha abierto ahora entre los gobiernos de Cataluña y España es un paso importante, pero no suficiente para superar una década de tensiones que han impedido también avanzar en temas cruciales como son la pobreza creciente, la desigualdad, la globalización, el cambio climático, y recientemente la superación de una pandemia que ha venido aparejada con una crisis económica y social sin precedentes.
El conflicto no es un problema entre Cataluña y España, es entre catalanes que son diversos también dentro de los bloques existentes. Son sus representantes quienes tienen que sentarse a hablar para recuperar la convivencia, pero también para recuperar una agenda política que priorice los problemas urgentes que afectan a sectores cada vez más amplios y que no pueden seguir relegados del debate político.
Para que este diálogo tenga éxito, no puede reducirse a una sucesión de monólogos dirigidos a las personas que piensan lo mismo, a los amigos y los adeptos. Tampoco avanzará con discursos o proclamas grandilocuentes. Necesita la capacidad de ver la parte de razón que tienen las personas que piensan diferente haciendo uso del beneficio de la duda, pero también de la necesidad de ceder en las posiciones para encontrar una forma de confluir.
Bobbio decía que la primera condición para el diálogo es el respeto y comprender lealmente lo que el otro dice (aunque no se comparta) para dar así respuestas sin animadversión, con argumentos a favor y en contra. Esto pasa por mirar hacia dentro de nosotros mismos para entender mejor lo que nos están diciendo. Pasa por entender al otro como sujeto en vez de reducirlo a objeto. Es el diálogo que Cataluña necesita.