No es cierto, contra lo que han titulado no pocos medios catalanes, que el Tribunal de Apelación de Sassari (Italia) haya rechazado la petición de entrega sobre Carles Puigdemont que ha hecho el Tribunal Supremo. Técnicamente, ha dejado solo en suspenso el procedimiento para decidirlo hasta que el Tribunal General de la UE (TGUE) aclare las dudas sobre su inmunidad y se resuelvan las cuestiones prejudiciales que sobre la aplicación de las euroórdenes solicitó el juez Pablo Llarena al Tribunal de Justicia de la UE (TJUE). Sin embargo, esa decisión, que a las pocas horas de su detención en Cerdeña parecía más que probable a tenor del lío jurídico organizado, ha sido celebrada por el separatismo como otra gran victoria sobre la justicia española en su reiterado fracaso --desde finales de 2017-- por lograr la entrega del político prófugo.

Estos días es fácil zurrar a Llarena, presentándolo como un juez tan testarudo como incompetente. O apuntar estrambóticas propuestas como la que ha hecho el abogado Javier Melero desde La Vanguardia a favor de un indulto al expresident para evitar a España más bochornos judiciales en Europa. He escrito expresamente el adjetivo “estrambótica” como sinónimo de propuesta impropia de un togado de la categoría de Melero, o de proposición frívola, ya que legalmente es imposible que el Gobierno otorgase tal medida de gracia antes de que Puigdemont fuese juzgado y condenado, según el punto 1 del artículo 2 de la propia ley. De lo contrario, eso no sería un indulto sino directamente la impunidad. Y es evidente que el Gobierno no puede obligar a la justicia a cesar en la persecución de alguien que está formalmente acusado de haber cometidos diversos delitos. No solo es imposible, sino que si lo intentara sería un interferencia inaceptable en un Estado de derecho. Ahora bien, la imposibilidad hasta ahora de lograr la entrega de Puigdemont a España no nos habla tanto de los errores técnicos que haya podido cometer Llarena en sus euroórdenes, como de las deficiencias e insuficiencias del espacio judicial europeo. Sin duda la gran asignatura pendiente.

Si ya costó entender que los jueces del Estado alemán de Schleswig-Holstein determinaran --sin celebrar juicio alguno-- el grado de violencia que hubo en Cataluña en el otoño del procés, lo que les permitió desestimar la rebelión y concluir que Puigdemont solo podía ser entregado por malversación, resulta aún más inaudito que el Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) ponga en entredicho el alcance de la decisión del Parlamento Europeo de retirarle la inmunidad.

Cuestión diferente es que la Abogacía del Estado afirmara en julio ante el TGUE que la euroorden sobre Puigdemont estaba en suspenso hasta que no se resolvieran los recursos interpuestos, una afirmación que solo podía hacer el Tribunal Supremo y el propio juez Llarena, y que se ha demostrado falsa tras su detención en Cerdeña en aplicación de una orden internacional de búsqueda y captura absolutamente vigente.

¿Acaso de eso tiene también la culpa el juez? A Llarena solo se le puede criticar que a finales de enero de 2018 retirase la euroorden tras el primer revés belga, cuando Puigdemont viajó a Dinamarca para participar en un debate universitario (que le enfrentó a la profesora Marlene Wind), en medio de un clima mediático bastante adverso para su causa. El juez del Supremo interpretó que el fugado quería provocar su detención para poder delegar su voto y alcanzar la investidura en la sesión parlamentaria convocada por Roger Torrent el 30 de enero. En contra del criterio de la Fiscalía, que pedía activar la orden de captura contra Puigdemont, Llarena adujo entonces que “frente a la imposibilidad legal de optar a una investidura sin comparecer en el Parlamento de Cataluña, la provocación de una detención en el extranjero, busca que el investigado pueda pertrecharse de una justificación de que su ausencia no responde a su libre decisión como prófugo de la justicia, sino que es la consecuencia de una situación que le viene impuesta”. Fue una valoración política impropia de un juez, cuya obligación es perseguir en todo momento al prófugo, y que demuestra su cándida confianza en lograr su entrega más adelante, cuando antes o después Puigdemont abandonase el santuario belga. Dinamarca ha sido seguramente su mayor error.

El caso del expresident es realmente llamativo porque, recordemos, a finales de octubre de 2017 estaba decidido a convocar elecciones autonómicas para evitar la aplicación del artículo 155. Si no lo hizo fue tanto por la posición oportunista de ERC, que corrió a desmarcarse para cargar esa decisión en exclusiva sobre Puigdemont, como por la férrea oposición de no pocos diputados de su familia política (empezando por los Rull y Turull), que temían pasar a la historia como unos traidores. Con su huida a Bélgica se reinventó como héroe del secesionismo, enarbolando un legitimismo irredento frente a la aplicación del 155, hasta el punto de ganarle la partida a Oriol Junqueras en las elecciones de finales de 2017.

Posteriormente, se ha beneficiado de las incoherencias de los grandes partidos españoles al dejar que un prófugo de la justicia acusado de rebelión y malversación pudiera presentarse a las elecciones al Parlamento Europeo en una fecha tan lejana a su huida como mayo de 2019. Hubo tiempo de sobras para reformar la ley electoral, LOREG, y haberlo impedido. Pretender a posteriori dejar su elección sin efecto por un mero formalismo, como es presentarse en Madrid para acatar la Constitución, fue un episodio bochornoso que en Europa no coló y que subraya solo una cosa: tanto el desarrollo del procés como ahora la suerte de Puigdemont hubiera sido otra si en lugar de dejarlo siempre todo en manos de los jueces --en este caso, de un espacio judicial europeo con demasiados agujeros-- se hubiera defendido políticamente la democracia constitucional desde el primer momento.