La imagen del Fossar de las Moreres con silbidos a Junqueras --horas después de la entrega de medallas en el Parlament a unos represaliados no precisamente entusiastas con la distinción que se les otorgaba-- es muy ilustrativa de la tremenda división interna que vive el secesionismo. A ello se suma el discurso de Aragonés reclamando, en un tono casi desganado, un referéndum como única fórmula para solventar el conflicto político, mientras Junts insiste en la unilateralidad...
Y todo ello coincidiendo con la lamentable bronca política en torno a la ampliación del aeropuerto de Barcelona, sin olvidar los ecos del reportaje del The New York Times sobre la trama rusa.
Así las cosas, un año más --cimentada sobre una escandalosa tergiversación de los hechos de 1714, como queda perfectamente explicado en el magnífico documental elaborado por Historiadors de Catalunya-- se ha celebrado la Diada de los separatistas, una fiesta que genera un importante rechazo a muchos catalanes, incluidos, creo yo, algunos de los que acuden religiosamente cada 11 de septiembre a la ofrenda floral a Rafael Casanova.
La Diada es seguramente el símbolo máximo del ninguneo institucional a los catalanes no nacionalistas. Desde 2012 ha sido la herramienta principal del secesionismo para dibujar una Cataluña uniforme y rabiosamente beligerante con el Estado.
Pero no nos dejemos engañar por la relevancia de esta fiesta. En este caso, por la reducción del número de asistentes a la manifestación de las 17:14. Del mismo modo que sucedió en 2012, cuando Mas decidió envolverse en la estelada, la movilización puede activarse de nuevo con la misma fuerza si, por ejemplo, PP y Vox alcanzan una mayoría absoluta que les permita formar gobierno y, como sucedió con el Ejecutivo de Rajoy en 2011, dejan a los partidos nacionalistas sin capacidad para condicionar la política española.
¿El motivo? La lluvia fina que ha ido intoxicando a parte de la sociedad catalana durante décadas, imbuyéndola de un irracional rechazo a lo español que parece muy difícil de revertir y que facilita enormemente que reaccione de inmediato ante determinados estímulos.
Urge, por tanto, centrar el problema. Aunque las movilizaciones hayan perdido fuelle, el independentismo tiene más fuerza que nunca en las instituciones. Y es allí donde se toman las decisiones. No en la calle. Decisiones con frecuencia de enorme gravedad como, por ejemplo, utilizar las competencias constitucionales y el dinero público para dañar la imagen de España en el extranjero --es sangrante la negativa sistemática a responder sobre la acción exterior en el Parlament-- o no acatar normas o resoluciones judiciales, algo que se produce de manera escandalosamente recurrente. Por no hablar de la sobrefinanciación de entidades y empresas afines y el ninguneo y hasta la descalificación de aquellas que son críticas, como ha sucedido recientemente con la consejera Geis en TV3, que tachó nada menos que de "fascista" a la AEB por defender el bilingüismo en las pruebas de acceso a la universidad.
Por tanto, de nada sirve que disminuya el número de manifestantes si no se pone fin a este abuso de poder y se exige a la Generalitat lealtad institucional y sometimiento pleno al Estado de Derecho.
Esta exigencia debería ser prioritaria para el Gobierno de España, de acuerdo con los partidos de Estado. Y debería ir acompañada de la articulación de un relato contundente y desacomplejado en Cataluña, en el conjunto de España y a escala internacional. Una democracia plena como la española no puede ir a rebufo de nacionalismos y populismos, que incomprensiblemente están marcando la agenda de la política territorial y poniendo en serio riesgo nuestro modelo de convivencia.
Y tengamos también presente que la Cataluña constitucionalista salió a la calle en octubre de 2017 y llenó las urnas en diciembre. Justo cuando los partidos de Estado trabajaron de manera coordinada, priorizando el interés general.