¿Y si Puigdemont es un hikikomori? Tal vez estemos siendo injustos con este hombre, le tenemos por un irresponsable, por un cobarde, por un demagogo, por un mentiroso y quien sabe por cuantas cosas más --cierto que nos da buenas razones para creer que todas ellas le pertenecen-- y el pobre no es más que un hikikomori. Uno más. Me di cuenta hace unos días, viendo un documental televisivo sobre esos tipos, los hikikomoris, de los que hasta entonces no tenía noticia. Los hikikomoris son gente que padece una combinación de aislamiento físico y social, y por si eso fuera poco, le suman sufrimiento psicológico. En japón, de donde procede el término, son cientos de miles los jóvenes que viven sin salir de su habitación, enchufados al mundo solamente a través de sus pantallas de ordenador. Como Puigdemont, a quien sólo con verle la expresión, se adivina que de sufrimiento psicológico va bien servido.
Mucho se habló de que Puigdemont no saliera a recibir a Junqueras en la puerta de su mansión. O del día en que, estando Inés Arrimadas celebrando un acto justo enfrente, se abrió la puerta como invitándola a entrar, pero sin que apareciera nadie. No se trataba de gestos de mala educación, como todo el mundo pensó. Lo que sucede es que Puigdemont tiene problemas para relacionarse, vive aislado en su mundo de fantasía, es un hikikomori de manual, uno de los primeros casos de hikikomori no japonés de los que se tiene constancia. Cierto es que los hikikomoris suelen ser adolescentes, pero a nadie se le escapa que, aunque biológicamente pueda parecer lo contrario, psicológicamente Puigdemont está en la adolescencia, si es que ha llegado a ella: recuerden con qué ilusión mostraba el Carnet de la república, como los escolares de antaño mostraban a sus amiguetes el cromo que tanto costaba conseguir, quizás el de Pirri.
Por eso, cuando habla de “exilio”, cuando se refiere a estadistas mundiales que le van a recibir pero nunca llegan --qué gran intérprete de Esperando a Godot se ha perdido por los vericuetos de la política--, incluso cuando asegura que se dispone a fundar una república virtual, haremos mal de tomarle por un orate. Lo que sucede es que, como buen hikikomori, vive en su mundo virtual. Es más: llega a creerse realmente que eso suyo es el mundo de verdad.
Los hikikomori originales, adolescentes que viven en Japón, tienen a su mamá en casa para solucionarles problemas como la intendencia, la limpieza, etc. Nuestro hikikomori, y cuando digo nuestro lo hago con el orgullo de quien habla del primer hikikomori catalán, no tiene esa suerte, por lo que ha tenido que rodearse de otros servidores que le sirvan de mamá y chacha, Valtonyc y Comín los permanentes, más los que de vez en cuando se acercan a ayudarle. No es fácil ser hikikomori lejos de casa.
Los tuits, likes, fotos en las redes y comentarios, son lo que mantiene enchufados a la vida a los hikikomori. En eso, el nuestro es un adelantado. Cuando se le critica su incontinencia tuitera se hace por ignorancia, puesto que está llevando a cabo lo que se espera de un buen hikikomori, que es además de las pocas cosas que saben hacer: comunicarse con el mundo a través de las redes sociales. No habrá conseguido apoyo alguno para sus delirios independentistas, pero es que probablemente tampoco los busque. ¿Para qué iba a querer Puigdemont codearse con Merkel, Biden, Johnson o Macron, pudiendo chatear diariamente con quinceañeros de todos los rincones del orbe?
Aunque también podría ser que quienes le critican lo hagan por envidia, puesto que no son pocos los que quisieran vivir todavía en la adolescencia pasados los 55, como está consiguiendo el hikikomori Puigdemont.