Nunca me ha gustado el mes de julio. Por lo general hace mucho calor, duermo mal, en el periódico solo aparecen malas noticias (incendios, inundaciones, crisis políticas o económicas que llegarán en septiembre, etc.) y me entra ansiedad porque todo el mundo a mi alrededor parece tener planes de vacaciones para agosto menos yo. ¿En serio no te vas a ningún lado?, me pregunta mucha gente cada año por estas fechas. En mi casa, de pequeña, nunca tuvimos la costumbre de veranear en algun sitio concreto ---quizás porque ya vivíamos en una casa con jardín, en un pueblo-- así que no tengo arraigada esa necesidad de escaparme a algún lugar, mucho menos a un lugar de playa atestado de gente y medusas esperando para picarme, y tampoco me he sentido nunca tan estresada como para desear un parón de tres semanas.
El mes de julio, sin embargo, tiene algo de catártico en mí, quizás porque lo interpreto como si fuera el último mes del año. Algunos se marcan los propósitos de año nuevo en diciembre, yo me los hago en julio, sabiendo que en agosto se paralizará todo pero que en septiembre no hay excusa, y algunas cosas deben cambiar: hacer más deporte, escribir otra novela, ganar más dinero, encontrar novio, comer más sano ... la lista es larga y julio tiene muchos días para darle vueltas.
Pero julio también se encarga de que algunos cambios lleguen por sorpresa, sin tener que hacer yo demasiado esfuerzo por mi parte.
Por ejemplo, recuerdo perfectamente una mañana de finales de julio de 2004, dos años después de haberme graduado de la universidad, cuando trabajaba en una conocida galería de arte de Barcelona. El trabajo me parecía muy aburrido y sabía que tenía que dejarlo tarde o temprano, pero me pagaban bien y llegaba contenta cada mañana después de haber pasado cuarenta minutos de pie, como unsa sardina en un vagón de Cercanías atestado de turistas con pulserita procedentes de los hoteles de la costa del Maresme. Esa mañana, como de costumbre, llegué a la galería, comprobé que todos los cuadros estaban en orden y me senté detrás del mostrador con una novela en la mano a esperar la llegada de algun cliente, algo que no sucedía casi nunca, y por tanto me daba tiempo infinito para leer y perder el tiempo escribiendo emails o sms a mis amigos. Alguna mañana aparecía Julia (nombre ficticio), la hija del dueño, que en teoría era mi jefa, y me explicaba sus fantásticos fines de semana con su marido y sus dos hijos en el Tenis Barcelona, o sus planes de vacaciones en la casa familiar de Mallorca o la Cerdanya. Pero esa mañana, Julia entró en la galería con voz temblorosa y lágrimas en los ojos.
—Ay, Andrea, mi padre ha dicho que te despida, ahora viene con los papeles—me soltó directamente. Me quedé con los ojos como platos, mientras ella seguía excusándose: —No has hecho nada mal, simplemente no eres la persona adecuada. Así que ya no hace falta que vuelvas en septiembre.
Recuerdo que permanecí callada unos segundos, pensando que era la segunda vez que me despedían en un año, un buen récord para ser licenciada en Esade, y que en el fondo era un alivio, porque el trabajo me aburría soberanamente y no me dejaban tomar ningún tipo de iniciativa. Pero el golpe había herido mi ego y no pude evitar que los ojos se me llenaran de lágrimas.
--¿No te lo esperabas, verdad? --me preguntó Julia con cara de pena. Ya se lo dije a mi papito que tú no sospechabas que te íbamos a despedir. Ay, Andrea, tienes demasiada iniciativa para la casa... Le voy a llamar para que venga y te lo explique todo.
Tengo el resto de la historia debidamente anotado en mi diario --como su padre, enfundado en una americana de hilo azul marino, cabello blanco peinado hacia atrás y un suave olor a after shave, apareció con una carpeta con los documentos para firmar un despido improcedente y comunicarme que esa misma tarde se iba a Mallorca de vacaciones y ya no nos veríamos más-- pero lo que importa para este artículo es que, una vez más, la canícula del mes de julio me estaba diciendo: hay que cambiar cosas en tu vida, y si no lo haces tú, lo haré yo. Gracias a ese despido, cogí fuerzas para largarme de Barcelona y probar suerte como periodista.
En julio de 2016 tuve más suerte. Por aquel entonces me había quedado sin trabajo y pasaba las tardes de bochorno debatiéndome entre salir a correr o quedarme apalancada en el sofá hasta que se fuera el sol. Una de esas tardes recibí la llamada del director de un periódico de Filadelfia con el que me había entrevistado hacía un mes para un puesto de trabajo. El tipo, un señor medio colombiano, medio yankee, me llamaba para decirme que, antes de contratarme, me quería conocer personalmente y nos invitaba, a mí y a otra periodista de Barcelona, a pasar dos semanas en Filadelfia, con todos los gastos pagados, para cubrir la Convención del partido Demócrata, que entonces iba a designar a Hillary Clinton como candidata a la presidencia de EEUU. La llamada fue un lunes, y el vuelo salía ese mismo viernes. Por suerte, como cada año, no había hecho ningún plan de vacaciones, así que acepté su propuesta sin pensarlo dos veces. En septiembre, tenía trabajo.