No puedo resistirme a evocar esta imagen. Una de las escenas recurrentes de los westerns clásicos es aquella en que un destacamento de caballería se aventura en territorio indio. A fin de prevenir un ataque por sorpresa, el teniente al mando de la patrulla ordena que se adelanten exploradores para reconocer el terreno. Un resabiado sargento designa un par de voluntarios, advirtiéndoles: "Mantened los ojos bien abiertos y el trasero en la grupa del caballo, si apreciáis en algo vuestras cabelleras". Al poco de haberlos perdido de vista, suenan disparos. Los dos jinetes aparecen a lo lejos, cabalgando a galope tendido, perseguidos por un grupo de apaches con intenciones poco amenas. Pues bien, podría decirse que Pedro Sánchez, enfrentando el tramo decisivo de la legislatura, está a punto de adentrarse en su particular Quebrada del Diablo. Y no parece que haya mandado ningún explorador en avanzadilla.
Sin embargo, el territorio en el que se adentra está repleto de peligros. Apenas estrenado su nuevo Gobierno, Sánchez sufre ya el ataque de los Togas Negras, una tribu hostil y aguerrida. He aquí que el Tribunal Constitucional considera contraria a la Carta Magna la declaración del estado de alarma, votada por el Congreso para hacer frente a la pandemia. Según el alto tribunal, la limitación de la movilidad impuesta hubiese requerido declarar el estado de excepción, una figura prevista para situaciones de grave alteración del orden público, que contempla la suspensión --y no ya una restricción proporcionada y sometida a control parlamentario-- de libertades ciudadanas fundamentales. El magistrado Cándido Conde-Pumpido, explicando su voto contrario a ese fallo, lo ha considerado digno de "juristas de salón". La irresponsabilidad es mayúscula: la sentencia debilita gravemente la capacidad de respuesta del Estado ante una epidemia... además de erosionar la autoridad del propio TC. Así pues, un tribunal pendiente de renovación y partido casi en dos mitades, lejos de autocontenerse, crea una situación de impredecibles consecuencias para la gobernabilidad del país. ¿Cómo no identificar ahí la maniobra de un grupo afín a la derecha para desestabilizar al gobierno progresista?
Pero, si las escaramuzas y el hostigamiento se anuncian incesantes desde determinados estamentos del poder judicial, hay también otras naciones indígenas que se resisten a fumar la pipa de la paz. Con ocasión de su 60 aniversario, Òmnium Cultural reunió el pasado viernes, 16 de julio, en la localidad francesa de Elna, de poderosas reminiscencias en la memoria del exilio republicano, a Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, en presencia del actual presidente de la Generalitat, Pere Aragonès y de la exdiputada de la CUP Anna Gabriel. El acto pretendía ser una reafirmación de unidad independentista. Unidad superficial, forzada por la impotencia (el eslogan épico de Jordi Cuixart, "lo volveremos a hacer", no puede ocultar el fracaso de 2017, ni la ausencia de cualquier estrategia secesionista). Pero unidad bajo la cual permanecen, latentes, las tensiones entre ERC y la derecha nacionalista por el prosaico control de los recursos autonómicos. Por lo pronto, la paz se traduce en una manifiesta falta de brío por parte del Govern: ni presupuestos para este año, ni gestión sanitaria enérgica; responsabilidad institucional intermitente; incapacidad para pronunciarse acerca de proyectos de inversión de gran calado, como la ampliación del aeropuerto del Prat.
Lo razonable sería esperar que ERC mantuviese una apuesta pragmática, brindando estabilidad a la legislatura a cambio de ciertas concesiones por parte del Gobierno de España. Cabe imaginar que, a través de avances sobre financiación, competencias o infraestructuras --gestados en reuniones bilaterales y marcos de coordinación autonómica-- se vaya creando un clima propicio para la negociación en torno a la crisis territorial propiamente dicha. Los acuerdos de la mesa de diálogo entre los gobiernos deberán cocerse a fuego lento. Es difícil que puedan ser concluyentes antes de las próximas y decisivas citas con las urnas, municipales y legislativas. Pero la vida no acostumbra a desarrollarse por cauces razonables. El independentismo se resiste a abrir un diálogo en el seno de una sociedad catalana fracturada por el procés, arrogándose su absoluta representación. Y, a su vez, la pugna insomne por la hegemonía entre ERC y JxCat puede deparar más de un sobresalto en el Congreso de los Diputados.
La capacidad del gobierno de izquierdas para sortear los obstáculos que surgen a su paso reside en dos agendas pendientes, agendas cuyo desarrollo está por ver tras la remodelción del ejecutivo acometida por Sánchez. Mucho anuncio de rejuvenicimiento, de presencia femenina, de voluntad de proximidad... Mucho hablar de velocidad de crucero en la transición verde y digital de la economía... Todo eso suena muy bien. Pero, para que vayan más allá de la estética y transformen la realidad, esos propósitos deben conjugarse con un programa social que no admite demoras: incremento del SMI, atención a las bolsas de pobreza --el Ingreso Mínimo Vital sigue siendo una prestación deficitaria--, desmontaje de las reformas laborales para incrementar la capacidad negociadora de los sindicatos, reforma garantista del sistema de pensiones, legislación sobre alquileres y actuaciones decididas para facilitar el acceso a la vivienda... Los fondos europeos, de naturaleza finalista, no pueden ser óbice para una reforma fiscal progresiva, sin la cual no es posible desarrollar políticas distributivas, ni sostener el Estado del bienestar. ¿Habrá determinación para llevar a cabo todas esas reformas? No nos hagamos ilusiones: el giro de la UE, propiciado por las exigencias de la pandemia, hacia políticas más expansivas y una mayor mutualización de los esfuerzos comunitarios no ha hecho desaparecer los requerimientos de rigor fiscal, ni la losa de la deuda. El sendero es estrecho. Pero las izquierdas están condenadas al fracaso si no recomponen la vida y el ánimo de una clase trabajadora maltratada por las sucesivas crisis. Es más: la indecisión en materia social no puede sino complicar el abordaje de la cuestión catalana. Ya lo hemos visto con anterioridad: con tal de subir la apuesta de sus propias exigencias, el independentismo es capaz de presentarse --en Madrid-- como adalid de unos derechos que sus gobiernos han erosionado durante años en Cataluña.
La otra agenda pendiente, profundamente subestimada, ha sido objeto de un arbitraje descorazonador. La evicción de Carmen Calvo significa el abandono de las aspiraciones y planteamientos del movimiento feminista, y su sustitución por los postulados del transactivismo. La abolición de la prostitución, la lucha contra la pornografía o la prohibición efectiva de los vientres de alquiler permanecerán en un limbo. Ahora, la prioridad es impulsar las llamadas leyes trans; leyes que, lejos de proteger colectivo alguno, amenazan las conquistas igualitarias del feminismo, así como el derecho a un desarrollo saludable de niños y adolescentes. La izquierda alternativa está enfangada en ese delirio. Y Sánchez ha creído estabilizar su coalición cediendo ante las pretensiones de Irene Montero. Pero, con eso, no hace sino trasladar el conflicto al seno del PSOE. Hasta el punto de que la ponencia estratégica de su 40º Congreso sigue, por ello, encallada. Sea cual sea el desenlace, el pulso del feminismo continuará más allá de las filas socialistas. Lo que está en juego no son los derechos de una minoría, sino todo un paradigma de sociedad. El conflicto acabará desbordando los marcos militantes y politizados hasta llegar a amplias franjas de mujeres. A cierto plazo, la izquierda corre el riesgo de enajenarse su apoyo. Adentrándose en un angosto desfiladero, no parece seguro que el destacamento de Pedro Sánchez proteja adecuadamente su flanco izquierdo.