Las fusiones y adquisiciones dejan tras de sí el aroma de un futuro optimista; descuentan ocasiones venideras, gracias al coste de oportunidad de los buenos cazadores. Mientras la comedia bufa de los indepes entona sus últimas estrofas, se alza sobre nuestras cabezas la vuelta de la economía. Y uno de sus mejores síntomas es la compra por parte de Damm, del 50% de Cacaolat, aquella casa de bebidas achocolatadas que fundaron en los años treinta los hermanos Marc y Joan Viader, a partir de la leche embotellada Letona. La crearon una década antes del Cola-cao de José María Ventura y José Ignacio Ferrero, los cuñados del barrio de Gràcia, inventores del “negrito del África tropical…..etc”, un anuncio radiofónico e imposible metafísico, fruto de una época políticamente incorrecta.
La empresa Cacaolat estaba controlada hasta hace poco por el Grupo Cobega, liderado por Sol Daurella, la presidenta de Coca-Cola European Partners. Ahora, Cacaolat es de Damm, con Demetrio Carceller al frente, como gusta la saga de los Demetrios, abuelo, padre y nieto, naturales de las Parras de Castellote (Teruel), afincados en Terrassa y emprendedores por naturaleza. La operación se enmarca en la hoja de ruta de la compañía cervecera para los próximos cuatro años: superar la barrera de los 2.000 millones de euros de facturación en 2025. Este es el objetivo del nuevo plan estratégico del grupo, presidido por Demetrio Carceller y presentado ante la junta general de accionistas celebrada recientemente.
Cuando dos directivos como Sol Daurella y Demetrio se ponen de acuerdo expresan el quid pro quo de la economía real, hecha de plantillas, números y certidumbres largamente analizadas. El romanticismo político tiene poco que ver; las aspiraciones de una capa emergente de la población, dispuesta a quedarse con el país, cuando sea soberano no tienen ninguna vinculación real con los protagonistas empresariales serios.
De las maldades de la conspiración habló John Maynard Keynes después del Tratado de Versalles, que impuso condiciones draconianas a la Alemania perdedora del Kaiser. En protesta, Keynes dejó el Departamento del Tesoro en 1919, un antecedente acertado porque el nacionalismo germánico, basado en la doctrina del levensraum, el espacio vital, regresó dos décadas más tarde en la colonización militar del Führer, invadiendo Austria, Francia y Europa del Este. Alfred Marshall escribió que la economía política es una doctrina de las “acciones del hombre en las actividades ordinarias de la vida”. En realidad, Marshall odiaba la política populista de todos los tiempos, por eso se hizo monetarista. Desconfiaba de los políticos profesionales y se convirtió en el adalid de los bancos centrales, como bancos emisores, cuyo papel sería el de contrarrestar los ciclos económicos.
El empresario Demetrio Carceller cuenta con dos palancas: el impulso del negocio internacional, especialmente en África, Asia y Latinoamérica, y aprovechar las oportunidades de mercado que surjan. Al final, su éxito depende de sí mismo; él corre con los gastos y desafía al destino con verdadero sentido del riesgo. El mercado global es la arena de los gladiadores. Ahí no cuentan los anhelos de poder respaldados por millones de votos inocentes. En la selva del beneficio o la nada no existe el poder omnímodo de la representación política, especialmente cuando ésta es incapaz de garantizar la diversidad.
La libertad que exige la economía de mercado --la única que existe-- nos conduce al liberalismo humanista, un sistema integrado de principios en el que no se puede ser liberal en economía y conservador en materias morales ni sociales, ni en políticas nacionalistas. Cuando se abraza el código populista y “se pierde la brújula ideológica, se pierde todo”, en palabras de José María Lassalle. Y eso es lo que les ha ocurrido a los liberales catalanes, muy enseñados en las escuelas norteamericanas de altos estudios económicos, como Sala Martín o el propio Mas-Colell; están siendo víctimas de su propia suerte, como publicó en su día The Economist, preconizando la decadencia económica de Cataluña. La prestigiosa publicación nunca se olvida de ensalzar a los antiguos maestros, como Joseph Schumpeter (¿Es Carceller el nuevo ejemplo de empresario schumpeteriano?), o como Friedrich A. Hayek, el sabio de Viena, que odió la política.