Tras la polémica sobre la ampliación del aeropuerto o el rechazo municipal del Hermitage, sin entrar en el cambio de los bloques de cemento de las calles de Barcelona por veladores, supongo que variados y diversos, me pregunto cómo explicaríamos a un militante verde alemán o a un marciano, que tanto da, qué son los comunes, en especial tras su decisión de incorporarse al Partido Verde Europeo. Más aún: qué sería esto de los vulgares --no sé si llamarlo movimiento, organización, formación, partido-- sin un personaje como Inmaculada Colau, producto de laboratorio, perdón: de observatorio, y fruto de la mente privilegiada de unos veteranos de la vieja izquierda del PSUC deseosos de hacer la revolución tardía, como si fuesen jóvenes promesas del pasado que nunca volverá.

Podríamos concluir que son un grupo de izquierdistas. Pero vaya por delante que la idea de ser izquierdista no implica obligatoriamente que se sea de izquierdas. Lenin lo describió muy bien en aquel escrito de hace un siglo titulado La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, donde se hace referencia a movimientos de diverso pelaje, desde el anarquismo hasta lo que ahora podríamos encuadrar en el concepto de antisistema. Incluso definirlo en la actualidad como una especie de sarpullido adolescente que en ocasiones ha derivado en un radicalismo verbal y hasta en violencia de formas diversas. En definitiva, un cuanto más loco, mejor.

Los comunes, más allá de ser simplemente vulgares, porque lo de “los comunistas” sonaría bastante raro a estas alturas, son hoy en realidad el producto de la evolución de una corriente antisistema que hoy se encuentra asimilada para acabar siendo, en la práctica, unos instalados en el propio sistema. Cierto es que han aprendido que cierto capitalismo tiene sus ventajas. Pero se hace todo así más sinuoso y clientelar. Lejos de ser algo monolítico y con un sustrato ideológico construido a partir de la nueva realidad global, son una amalgama de gentes y cosas de diferentes perfiles teóricos. Eso sí, capaces de incomodar a la gente normal que cree en las instituciones, aunque sea hablando en nombre de no se sabe qué pueblo. Porque lo que acaba funcionando es la adhesión a lo que podríamos llamar causas nobles, sea pobreza, desigualdad... con dosis de caridad y una acción entendida como apostolado social herencia de una cultura cristiana de hondo raigambre. La vaguedad ideológica siempre permite ampliar el espectro social para poder ganar: sobre todo, poder.

Todo ello con gentes a quienes se define como "inscritos" que acceden a la política al margen de los canales tradicionales, vía redes sociales, y que jamás se incorporarían a la disciplina de un partido clásico, lo que permite, desde la ambigüedad, llegar a más audiencia. Sin compromiso formal ni teoría alguna de la organización. Quizá también porque los partidos tradicionales entraron en una fase de descalificación en la que las siglas restan mucho más de lo que aportan. En estas condiciones, el asambleísmo y eso que se dice democracia directa acaban dejando las manos libres a direcciones que nadie sabe a ciencia cierta quien ha formado.

Los Verdes se configuran hoy en día en Europa como algo emergente, como un espacio de refugio y confort para muchos ciudadanos sensibles a fenómenos novedosos que han irrumpido con fuerza haciendo explosionar todo sin tener referentes claros o definidos, singularmente el cambio climático como eje central. Pueden incluso ganar las próximas elecciones en Alemania, al ser capaces de acumular voluntades plurales y distintas, con un espíritu transversal y centrado, con capacidad y experiencia de pacto y acuerdo. Todo ello, poco o nada tiene que ver con los comunes, capaces de enfermar ante la simple audición de la palabra empresa, porque les falta pragmatismo y les sobra sectarismo, fanfarria y verborrea ideológica difusa y confusa, faltos de cultura política y capacidad de diálogo. Lo suyo es la ocurrencia permanente, como hablar de un tiempo a esta parte de la “democracia innovadora”. Con Franco se llamaba “democracia orgánica”, que se traducía en hacer con las gentes y las cosas lo que le venía en gana.

Para quienes rigen los destinos de la ciudad de Barcelona, con la complicidad del PSC, las cosas son hoy blancas y mañana amarillas, hoy se reniega del Mobile y después se echa a correr para salvarlo, cuentan más los pájaros o las alcachofas de El Prat que la ampliación del aeropuerto, se habla mucho de economía verde pero muy poco de economía circular como elemento básico para cambiar los hábitos de consumo.

Decía Jorge Luis Borges que “los peronistas no son buenos ni malos; son incorregibles”. Quizá nos esté pasando lo mismo aunque algo distinto. La tradición de la izquierda catalana miró siempre más a Europa, al margen de algunas viejas ensoñaciones guevaristas. No es fácil definir a estas alturas el sujeto activo de cualquier revolución en nuestra Europa comunitaria. Aparecen nuevas sensibilidades y se manifiestas cosas novedosas, cuando hablar del proletariado resulta una antigualla lejana de la realidad presente. Pablo Iglesias aseguró que el régimen del 78 fue un trágala y después hizo una campaña electoral exhibiendo la Constitución. Ahora, acaba de presentarse Un sol poble, plataforma de los comunes que defiende la amnistía y el referéndum de autodeterminación, declarándose herederos de Joan Comorera, secretario general del PSUC en los años cuarenta, y Josep Benet. Si estos son los principios inspiradores, ¿cómo serán los finales?