El tan esperado informe del Tribunal Supremo (TS) en el trámite de los indultos a los condenados del Procés no ha sorprendido, era previsible que fuera negativo, tanto más cuando las solicitudes de los indultos se plantearon como una especie de recurso ante el Gobierno contra la sentencia del propio tribunal, grave error que el Supremo denuncia y corta tajantemente en el informe.
En síntesis, estima el TS que el delito de sedición estuvo adecuadamente tipificado y atribuido, que las penas no fueron desproporcionadas, que no hubo vulneración de derechos fundamentales, que no hay indicios de arrepentimiento de los condenados, que las decisiones de la Sala del TS han sido avaladas por el Tribunal Constitucional.
Judicialmente está ya todo dicho y bien dicho. Esta verdad jurídica no anula otra verdad jurídica: el informe es preceptivo, pero no vinculante, no obstante su innegable peso moral, argumental y jurídico, ni enerva los poderes del Ejecutivo.
De concederse por la prerrogativa del derecho de gracia que la ley reconoce al Gobierno, los indultos solo podrían ser parciales --dado el informe desfavorable del TS-- y probablemente condicionados a determinados comportamientos de los beneficiarios. La ejecución de los indultos competería no al ejecutivo, sino al TS, así como el seguimiento del cumplimiento de las condiciones. Los antecedentes penales no se extinguirían. Si más adelante los condenados reincidieran verían agravada la pena y no podrían ser indultados de nuevo.
De concederse, los indultos dejarían a los dirigentes condenados en una situación comprometida, neutralizados en varios campos. La presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, lo ha intuido: “(los indultos) políticamente nos desarmarían e internacionalmente son nefastos”. El eslogan de más éxito popular, “Libertad, presos políticos”, con los presos en la calle decae por falta de objeto, caerían los lazos amarillos y sobrarían las pancartas.
Continuaría el mantra de la amnistía, pero su exigencia perdería fuerza referida solo a los (confortables) “exilios” y a imputados de segunda, tercera o cuarta categoría en el ránking de los dirigentes secesionistas. La amnistía aparecería aún con más evidencia solo como un “banderín de enganche”, ya sin apenas gancho. Y el mantra de la “represión” también perdería fuerza emocional sin ningún preso al que invocar.
Solo les quedaría el reclamo de la imaginaria y lejana república y, en lo inmediato, la autodeterminación como plato fuerte, su cuento preferido. Como sea que dentro del orden constitucional su autodeterminación no tiene cabida alguna, ¿qué instancia internacional (seria) puede respaldar el absurdo del derecho a la autodeterminación de una región rica --aunque con la riqueza mal distribuida-- de un Estado reconocido como plenamente democrático?
Una región entre las más privilegiadas institucionalmente de Europa, con un gasto presupuestario en 2020 de 38.500 millones de euros, con más de 200.000 funcionarios, entre los cuales 17.000 efectivos de un cuerpo de policía integral, con competencias exclusivas en educación, sanidad, cultura, etcétera. El debilitamiento emocional del independentismo que los indultos traerían se contagiaría a los otros montajes del Procés.
Los indultos representarían una derrota para los dirigentes secesionistas, los dejarían con el culo al aire, al airear el fracaso de su aventurismo. Habrán necesitado indultos --es decir, la gracia de las instituciones que vituperan-- para salir del lío en el que se metieron. Por supuesto, no lo reconocerán, son congénitamente desleales e intelectualmente deshonestos, valga como muestra el displicente comentario que el informe del TS ha merecido por parte de Pere Aragonès, que lo califica de “línea represiva en la causa general contra el independentismo”, opinión muy pobre para un licenciado en derecho.
No hay que obsesionarse con la palabrería huera habitual de los dirigentes secesionistas, sino que hay que valorar el impacto que los indultos tendrían en sus seguidores, que es lo que realmente importa, y es el terreno donde hay que combatir la fractura social que han provocado.
Cuando lleguen los indultos --si llegan--, los condenados habrán cumplido, más o menos, cuatro años de prisión, casi la mitad o un tercio de la condena, según el caso. La ley no lo prohíbe, por lo que nada impide que por coherencia renuncien a los indultos. No lo harán, pero los infravalorarán, cosa que no impedirá su valoración objetiva en parte de sus seguidores.
Los indultos solo hallan justificación en la conveniencia social y política, como una derivada de la razón de utilidad pública prevista en la ley. Y es oportuno señalar que el TS en su informe no se detiene especialmente a rebatir esa razón, como lo hace, por ejemplo, con la pretendida desproporción de las penas o la supuesta vulneración de derechos fundamentales.
De concederlos, los indultos tendrían un elevado coste político para el Gobierno de España --lo está teniendo ya--, habría pues que apreciar su determinación pacificadora.
La única alternativa conocida a los indultos por parte de PP, Vox y Ciudadanos es el cumplimiento íntegro de las penas: más años de “Libertad, presos políticos”, de lazos amarillos, de pancartas, y de continuación del desgarro social.