La lógica, que tiene sus antecedentes principales en Aristóteles, señala que “entre una cosa y la contraria no hay un tercer camino” y ese principio ha constituido una de las bases del racionalismo de la cultura occidental. Alcanzó su esplendor en la Ilustración hasta llegar a la Revolución francesa que trató de extender la razón universal, basada en la lógica, a todos los aspectos de la vida. Ese fue el propósito de la Enciclopedia de Diderot y d'Alambert, establecer los conocimientos considerados científicos. El sistema métrico, decía Condorcet, es para todo el mundo y para todo el tiempo y así se intentó en otros aspectos como el nuevo calendario revolucionario de 1793, con semanas de diez días, con veinte horas de cien minutos decimales que tenían cien segundos decimales. Todo ello ha producido un corte epistemológico dualista según el cual, como señalaba Leibniz, una proposición es verdadera o falsa, y no es posible ser y no ser al mismo tiempo.
Sin embargo, en lo que podríamos denominar la tradición filosófica oriental, --referida a Japón, La India y China de acuerdo con el criterio de Edward W. Said (Orientalismo, 1990)-- con sus raíces en el taoísmo, brahmanismo o el confucionismo, se concibe que una cosa sea al mismo tiempo verdadera y falsa porque la realidad muchas veces así nos lo señala: lo que parece una pérdida puede ser una ganancia. Si he perdido un trabajo (pérdida) me ha posibilitado el conseguir uno mejor (ganancia). Y es que el lenguaje tiene dificultades para expresar las variables de la realidad.
Estas corrientes han ido penetrando en ambos contextos con influencias mutuas. El marxismo, por ejemplo, fue adaptado por el maoísmo en China, y algunas prácticas orientales influyeron en Occidente, como el yoga, el taichí o las artes marciales con sus distintas variedades, pero también la gimnasia sueca de principios del siglo XIX influyó en las posturas del yoga. Pero aun así todavía se mantienen las hegemonías culturales históricas en cada zona, aunque en la actualidad la mundialización acerca, cada vez más, los elementos culturales haciéndolos universales, para incorporarlos o rechazarlos, en cualquier parte del planeta.
En todo caso, en los sistemas democráticos predominantes en Occidente el carácter binario de la política ha sido hegemónico. El poder se conquista por los votos y la lucha por conseguirlos se convierte en una separación radical entre las formaciones políticas, a pesar de los pactos posteriores para confeccionar gobiernos. El lenguaje adquiere una dimensión de permanente confrontación como si los programas fueran divergentes en su mayor parte, incluso se teoriza sobre el modelo de sociedad destacando la incompatibilidad de ambos. El predominio de lo colectivo o del individuo se convierte en asunto de debate y el papel del Estado y sus competencias frente a la mayor o menor capacidad del individuo se dirimen para dictaminar lo que prefieren los ciudadanos en cada circunstancia. En la práctica, no obstante, las concepciones teóricas quedan diluidas por la necesidad de solucionar problemas concretos que cada vez más tienen propuestas de soluciones parecidas, de manera trasversal, por encima de las incompatibilidades políticas de las distintas organizaciones. Y así, en cada elección, una parte de los electores cambia o mantiene su voto en función de la realidad que interpreta según la coyuntura en la que vive. Desde el final de la II Guerra Mundial hasta la actualidad los países de economía de mercado y de parlamentos democráticos consolidados han mantenido una estabilidad social y política a pesar de las etapas de crisis, pero en los últimos tiempos nuevos movimientos políticos han rechazado el consenso.
Hay multitud de ensayos, desde distintas perspectivas, para interpretar lo que ocurre en la actualidad, pero aquellos ideales del primer tercio del siglo XX en que se quería alcanzar una sociedad revolucionaria que acabara con las injusticias, un ser humano nuevo no dominado por la codicia, ya no son dominantes. Después de la caída del muro de Berlín creíamos que el mundo caminaría ineluctablemente hacia la consolidación de un mundo democrático y a la aceptación y la convivencia de las diferencias. Era el fin de la Historia de Fukuyama. Pero del optimismo de la era Gorbachov, de los acuerdos de paz universal, de derrotar la pobreza y el subdesarrollo, fueron flor de un tiempo corto. Las guerra nacionales como la de los Balcanes, entre otras, el surgimiento de nacionalismos que creíamos superados, el terrorismo religioso, las emigraciones de miles de personas a la búsqueda de una mejora de sus vidas hacia las zonas desarrolladas, el reforzamiento del supremacismo étnico y cultural y la marginación de colectivos, el deterioro ecológico, la cada vez más difícil convivencia multicultural, el dominio de la economía global basada en obtener el mayor beneficio con la deslocalización de empresas y las pérdidas de empleos, la falta de un consenso universal sobre derechos y deberes, el deterioro de la política como intermediaria…han extendido una sensación pesimista que contrarrestan los argumentos optimistas en defensa de la Ilustración y la ciencia, como los de Steven Pinker que insiste en los avances que la Humanidad ha conseguido. Es como si se acercara una época de catástrofes incontrolables que conduce a un sálvese quien pueda.