En Soldados de Salamina, la novela que puso a Javier Cercas en el mapa de la literatura en español tras tres fábulas previas que --ha ironizado alguna que otra vez el propio escritor-- no leyeron más que un par de amigos, dejando en el acto de serlo, o casi, el autor de Anatomía de un instante relata un encuentro ficticio con un historiador independentista, Miquel Aguirre, que había estado investigando los sucesos de Collell, donde el falangista Rafael Sánchez Mazas sobrevivió --milagrosamente-- a un fusilamiento cruel por parte de los rojos. Se citan en Girona, en un restaurante llamado Bistrot. Durante la comida, mientras los dos hombres se tantean --antes de encontrarse eran dos perfectos desconocidos-- Aguirre dice:
--“No sé qué le parecerá a usted, pero a mí me parece que un país civilizado es aquel en el que uno no tiene necesidad de perder el tiempo con la política”.
--“Exactamente lo contrario de lo que pasaba en el 36”, responde Cercas.
--“Ni más ni menos”, agrega el historiador.
La escena, en apariencia trivial, está cargada de significado. Dos hombres de ideologías distintas, fascinados por el mismo episodio histórico, intercambian datos sobre un suceso que la propaganda falangista en su día presentó como una epopeya y que --aunque esto no se sabe hasta el final de la novela-- si algo tenía de épico estaba donde menos podía esperarse: en la historia del desconocido soldado republicano que, pudiendo asesinar a un enemigo de guerra, opta sin embargo por no hacerlo, renunciado así, en un acto de asombrosa humanidad, al odio inoculado por la ideología y al furor del resentimiento.
España es un país binario, casi siempre antagonista de sí mismo y, a juzgar por su historia, capaz de una cosa y de su contraria. Somos una sociedad que pierde demasiado tiempo con la política --aunque sería mucho más exacto decir que malgastamos la vida pendientes de los políticos-- y que tendemos a formular las cosas desde el sectarismo, sin diferenciar demasiado entre las ideas y las personas. Pero en algunas ocasiones también somos capaces de renunciar a todo este fardo de mierda --disculpen ustedes la franqueza-- para ponernos en el lugar del otro y, entonces, nos negamos a apretar el gatillo del exterminio inducido por los profetas.
A juzgar por el episodio de lapidación pública de Javier Cercas, que hace unos días tuvo la ocurrencia de ser sincero en TV3, ante una audiencia que cree que sus propias mentiras son ciertas, vivimos en un país bárbaro, incivil y liberticida. El escritor extremeño, criado en Girona como uno más de esos miles de catalanes que un día vinieron de otro sitio, aunque una parte de sus convecinos los consideren colonos, se limitó a dar su opinión sobre la calidad de la democracia española y habló (en positivo) del papel de la Corona en el 23F. La franqueza, en contra lo que se cree, es una inmensa cualidad: consiste en no ocultarle al interlocutor tus verdaderos pensamientos, ahorrándole el habitual teatro de las mentiras.
Cercas argumentó sus afirmaciones y, como difícilmente pueden ser puestas en cuestión, recibió –a través de las redes sociales, donde ahora se celebran los modernos autos de fe – una campaña de insidias, instigada desde el independentismo y amplificada desde tribunas políticas y periodísticas. En ella se le acusaba –con un video manipulado– de ser partidario de una intervención militar en Cataluña. Las acusaciones contra el escritor eran falsas, pero la verdad de las cosas, lo mismo que el respeto a las ideas ajenas, hace mucho tiempo que dejó de interesar, si es que en alguna ocasión lo hizo, a los ayatolás de la república catalana que, como sabemos, y en su día recordó un proverbial mosso a un gudari con lacito, no existe.
Semejante aquelarre pretendía, siguiendo el protocolo habitual de los tribalistas totalitarios, amedrentar al escritor para que, dado que es capaz de discutir con solvencia los argumentarios nacionalistas, guardase un silencio súbito, el mismo que durante años ha profesado una parte –muy notable– de la sociedad catalana. “Quieren que me vaya o que me calle. Intentan imponer un clima de intimidación, pero ni me callaré ni me marcharé, porque esta es mi casa”, ha respondido el escritor. Es la actitud correcta: Cataluña, igual que el resto de España, es un espacio de convivencia compartido, no el monopolio patrimonial de los esencialistas de identidades inventadas para darse importancia y sustentar esa industria --infame-- del enfrentamiento social.
El mundo de la cultura oficial (en catalán por supuesto), subvencionado desde hace decenios a cambio de un entusiasmo recurrente y practicante del silencio cómplice, ha guardado una elocuente omertá ante el episodio. Es lo habitual. Más de treinta entidades ciudadanas, en cambio, lo han condenado, recordando que en Cataluña –y también en otras partes de España– la libertad de expresión está amenazada por quienes usan los espacios y medios públicos como si fueran de su exclusiva propiedad. Cercas ha respondido a las insidias a quienes administran el ridículo monopolio de la catalanidad de la única forma posible: sin dar ni un paso atrás. No es el primero que lo hace ni, por desgracia, será el único.
Otros muchos ejercen a diario esta misma libertad de criterio. Y lo hacen sin recibir aplausos. Quienes los amedrentan --en este caso, los independentistas-- son más parecidos de lo que creen al Sánchez Mazas de la propaganda fascista: “Es probable” --escribe Cercas en Soldados de Salamina--“que nunca en su vida creyera en nada y, menos que nada, en aquello que defendía o predicaba. [...]Exaltaba viejos valores pero ejerció la traición y la cobardía”. Predicaba también el dogma de la patria, “algo que no se sabe muy bien qué es o es simplemente una excusa para la pillería o la pereza”. Cercas no es ningún héroe. Es algo más importante: un tipo decente. Porque, como dice Roberto Bolaño --el personaje-- en su novela, “personas decentes hay muchas: son las que saben decir que no [a las insidias y las mentiras] a tiempo. [...] Los héroes sólo son héroes en las guerras cuando mueren o los matan. Están todos muertos”. Y Cercas, a pesar de que algunos hayan intentado enterrarlo metafóricamente en vida, está felizmente vivo. Quizás más que nunca.