Víctor Lapuente Giné (Chalamera, Huesca, 1976) utiliza siempre una expresión: “la evidencia empírica señala…” Y a ella se acoge antes de prestar sus valoraciones. Es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford, y profesor en la Universidad de Gotemburgo. Autor de dos libros esenciales para entender los cambios políticos en los últimos años: El retorno de los chamanes (Península), y Organizando el leviatán (Deusto). Y acaba de publicar su trabajo más personal, Decálogo del buen ciudadano (Península) en el que reflexiona, a través de los pensadores clásicos, sobre qué deberes tenemos como ciudadanos para asegurar el buen funcionamiento de una democracia. Y en eso España falla, porque nadie está dispuesto a detener la actual polarización. Lapuente, en esta entrevista con Crónica Global, señala que "en España no hay sentido de comunidad, no hay ética compartida".
--Pregunta: Durante la pandemia se ha repetido un lema, el de que esta crisis nos hará más fuertes. ¿Es un eslogan para recuperar la moral que no tiene mucho sentido, que no casa con la evidencia empírica, como suele usted decir, o realmente saldrá una sociedad diferente?
--Respuesta: A lo largo de la historia, las grandes tragedias colectivas en ocasiones refuerzan los vínculos colectivos y desembocan en un aumento de la solidaridad, como la construcción de los Estados de bienestar sobre las ruinas de la II Guerra Mundial. Pero necesitamos liderazgos sociales unificadores y ahora tenemos lo contrario: políticos que viven de la polarización y la división. La discusión sobre los planes de recuperación son una prueba de que estamos lejos de alcanzar un consenso sobre cómo debería ser el nuevo pacto entre los ciudadanos (pagando X impuestos) y el Estado (dando Y servicios).
--Constatar nuestras debilidades, cuando tenemos enfermedades, cuando las tiene alguien cercano, ¿nos hace bajar del caballo, pero se acaba olvidando en poco tiempo?
--Una debilidad, un límite, es una desgracia, pero a veces es una oportunidad para reflexionar, un peso que paradójicamente puede elevarnos, porque nos libra de esa responsabilidad que arrastramos todos en nuestra vida cotidiana de tenerlo todo planeado y “aprovechar” cada minuto para progresar profesional o económicamente. Pero debe venir acompañado de una introspección, de un ejercicio de mirarnos dentro y ahora sobre todo nos miramos fuera: vivimos conectados y dependientes del 'feedback' de las redes sociales, de que alguien (fuera de nosotros) nos recompense con su like o su oferta económica. Hemos alcanzado un nivel de narcisismo medio muy elevado en la sociedad y es difícil salir de él.
--Una de las cuestiones centrales de estos años es que se dice que vuelve el Estado, que lo público cobra un mayor sentido. Sin embargo, ¿no se presiona demasiado a esas estructuras públicas sin pensar que muchas de las soluciones están y se deben tomar entre los ciudadanos? ¿Habría que reforzar la responsabilidad individual de cada uno de nosotros?
--Creo, y la evidencia de los países del norte de Europa lo atestigua, que la otra cara de un Estado de bienestar generoso es un individuo generoso: unos ciudadanos y ciudadanas que asuman la responsabilidad fundamental sobre sus vidas, que no esperen la acción del Estado. Los países con políticas sociales más amplias, con mejores sistemas de educación y sanidad públicas, son países donde la gente puntúa alto en responsabilidad individual.
--Siguiendo esa línea argumentativa, ¿por qué apelar a la responsabilidad se entiende como una demanda típica de la derecha? ¿Por qué no se considera también que debe ser una característica de la izquierda, la de hacer ciudadanos conscientes? De la misma manera, ¿por qué la austeridad se ve como algo propio del neoliberalismo, cuando –y en España era algo muy propio—la austeridad, el no forzar la máquina y renunciar al endeudamiento era algo que defendía la izquierda?
--Es una muy buena pregunta. Forma parte de las estrategias políticas (cortoplacistas) de las élites políticas. La izquierda, como bien comenta, debería ser la primera interesada en evitar el malgasto en el sector público --que existe como existe en cualquier organización-- y sólo un zelote, un fanático, puede imaginar que todo lo que hace el Estado se convierte en oro. Pero ahora estamos dominados por esta visión fanática, casi religiosa, de la política: los creyentes en el Estado son el equivalente en la izquierda de los votantes de Trump. Todo lo que hace Trump para unos (o el Estado para otros) es ontológicamente bueno. En el pasado, la izquierda apelaba a los sacrificios por la cosa pública --ya fuera pidiendo austeridad o el servicio militar obligatorio--. Ahora, sólo ofrece derechos. Y ¡bienvenidos los derechos! Pero deben ir acompasados de deberes porque si no, para empezar, las cuentas no salen. Los déficits estructurales, sobre todo en países como el nuestro, son el ejemplo claro de una política miope que, desgraciadamente, pagarán las generaciones futuras. Pero, y es que aquí está el problema de fondo, el narcisismo es tal que el futuro no importa. Sólo importa el poder adquisitivo hoy, de pensionistas, trabajadores o de quien sea.
--¿Hay en España realmente un punto adicional de crispación, de voluntad de hacer caer al adversario político, o nuestra cultura política es muy similar a la que se ha impuesto, por ejemplo, en Estados Unidos desde que los republicanos quisieron cambiar las reglas de juego con una presión mayor a los demócratas tras la etapa de Clinton?
--Los datos apuntan a que España es una de las democracias (ricas) más polarizadas del mundo, junto con EEUU, y a veces incluso por encima. Como en EEUU, y a diferencia de otras naciones, el radicalismo, aunque en grados diferentes, surge a ambos lados del espectro, la izquierda y la derecha. Si le sumamos el conflicto territorial, España tiene un problema serio de crispación. Estructuralmente, ha estado ahí desde hace mucho, pero las élites contribuían en gran parte a minimizarlo --por ejemplo, llevándose bien y respetándose, siguiendo el espíritu elegante de la Transición –. Eso se ha roto. Se ha abierto la veda de lo irrespetuoso.
--Una idea que usted defiende es que en España se abusa de la legalidad, y de que los propios funcionarios del Estado están más pendientes de obedecer las leyes que de solucionar problemas cuando se plantea algo fuera de lo convencional. ¿Por qué sucede? ¿Falta ética en España, nos hemos vaciado de una ética personal en nuestras acciones?
--España se ha secularizado a un ritmo feroz. La derecha ha abandonado los principios cristianos de moderación y respeto al prójimo, y la izquierda los valores patrióticos. Cada uno sólo vela por los intereses de su tribu. No hay sentido de comunidad, no hay ética compartida.
--Esa misma idea se traslada al funcionamiento de las empresas. Los expertos legales señalan que no se salta ninguna ley, que se aprovechan, sin embargo, las grietas, y que de esa forma se pagan menos impuestos. ¿Es posible que una democracia funcione de esa manera?
--Formalmente, nuestra democracia funciona bien. Pero la sociedad está crecientemente dividida, en España en general y en Cataluña en particular. Anteponemos los intereses personales o del grupo a los generales y así es difícil progresar. Yo creo que la democracia requiere que haya un ideal de trascendencia compartido hasta cierto punto por la mayoría de ciudadanos. Y lo hemos perdido.
--Ligada a esa cuestión, España se podría considerar como el gran modelo de un país en el que el laicismo se ha impuesto en un lapso muy corto, unos 40 años, desde la transición. Pero, ¿no es necesario para una democracia alguna ligazón ética o religiosa que haga pensar, por ejemplo, a esos directivos de empresa que no es suficiente con respetar la ley y que hay que pagar impuestos?
--Creo que el progreso de las sociedades depende de la famosa máxima evangélica de “Da a Dios lo que es de Dios y a César lo que es del César” en el sentido de que, en nuestra esfera privada, los ciudadanos necesitamos creer en un ideal trascendental que de sentido a nuestra vida (un Dios, una patria, una pachamama), pero, luego, en nuestra faceta pública, debemos ser laicos y no dejarnos arrastrar por sectarismos religiosos. En España hemos abandonado ese Dios o esa Patria, perdiendo reglas éticas que moldean nuestro comportamiento. No podemos compensar eso solo son leyes.
--¿Cuál sería el principal valor de ese decálogo que propone?
--Es un libro que habla sobre lo más fundamental de la vida: qué sentido tiene. Recojo el saber de hombres y mujeres sabios que a lo largo de la historia han reflexionado sobre el significado de la vida y sus conclusiones son diametralmente opuestas a lo que nuestra sociedad cultiva: el consumismo y el narcisismo.
--¿Cómo se podría conseguir que en España el máximo valor fuera el de la transacción, el del consenso, cuando, precisamente, eso se alcanzó durante la transición? ¿Podemos volver a una situación parecida para afrontar los enormes retos que nos quedan como sociedad?
--Toda crisis es una oportunidad. Y esta lo es. Me temo que la estamos desaprovechando y, en lugar de salir más unidos, los políticos han sido incapaces de acordar una hoja de ruta mínimamente colectiva sobre qué España queremos a 10, 20 años vista. Todos tienen su pequeño plan partidista. Pero falta un camino conjunto y me temo que Europa no será siempre el 7º de caballería que venga al rescate.