Un año después del estallido del coronavirus, las magnitudes económicas que deja la pandemia revisten características dantescas. La más espectacular reside en que han desaparecido del mapa, borradas por la crisis, nada menos que 111.000 empresas españolas. Así, el repertorio de firmas societarias existentes en nuestro país se reduce a 1,3 millones. En 12 meses de cierres forzosos y restricciones sin cuento, se ha volatilizado de golpe el 8% del tejido mercantil nacional.
La destrucción de esa ingente masa de negocios ha acarreado el envío de 400.000 personas a las filas del paro. Ello sucede pese a que el mercado laboral experimentó en el mes de marzo una cierta mejoría. En efecto, el tercer mes del año suele ser favorable para la creación de empleo. Sin embargo, el incremento alcanzó en esta ocasión una cuantía muy inferior a la de otros meses de marzo anteriores.
Además, sigue habiendo la friolera de 750.000 trabajadores sujetos a expedientes de regulación temporal. Tamaña cifra representa la cuarta parte de los más de 3 millones que se vieron sumidos en tal trance durante el confinamiento.
Las actuales expectativas distan mucho de ser plácidas. Una parte considerable de los individuos acogidos a “Ertes” acabará en el paro, porque sus empleadores no tendrán otro remedio que bajar la persiana de sus locales. En cualquier caso, el número de ciudadanos desocupados inscritos en el Inem ronda los 4 millones, a los cuales hay que añadir los 750.000 que están sometidos a un expediente temporal, es decir, que tampoco trabajan.
Los políticos fían el restablecimiento de una buena marcha económica a la extensión de las vacunas, que harán posible la vuelta a una cierta normalidad. Pero el ritmo de las inyecciones avanza a paso de tortuga. Semeja increíble que las autoridades sean incapaces de acelerar el proceso.
Pedro Sánchez tornó a repetir estos días que el 70% de la población habrá recibido los dos pinchazos a finales de agosto. Tal aseveración parece un mero ejercicio de propaganda, del estilo de los que el presidente del Gobierno suele prodigar.
En eso, Sánchez resulta ser un maestro indiscutible. Su equipo de agitación y propalación de embustes, bajo el mando de Iván Redondo, conocido como el Rasputín de la Moncloa, debería figurar en el libro Guinness de récords por la cantidad de milongas que es capaz de soltar sin sonrojo alguno.
Al día de hoy empieza a estar bastante claro que la campaña turística del verano está condenada al fracaso. En febrero, por ejemplo, la llegada de visitantes foráneos se desplomó un 95%. El dato es similar a los registros que se dieron en las peores fases del Covid. La Semana Santa ha constituido un desastre sin paliativos, salvo algunos destinos costeros que han recibido huéspedes nacionales.
En definitiva, seguimos hundidos al fondo del pozo. Y lo que es peor, la recuperación no será enérgica, como repite el Gobierno con pertinaz machaconería, sino mucho más lenta y costosa que la de nuestros colegas de la UE.