Reconozcámoslo: esto del coronavirus ha sido un lío desde el principio. Se supone que se originó en una población china -o en algún laboratorio no necesariamente oriental, según los conspiranoicos- y que acabó llegando a Occidente con inusitada rapidez, tanta que nuestras autoridades políticas y sanitarias no supieron muy bien qué hacer y tardaron lo suyo -de hecho, todavía están en ello- en intentar poner un poco de orden. A diferencia de las pestes de toda la vida, que no hacían distingos entre viejos y jóvenes, ricos y pobres y gente cascada y gente saludable, aquí el Covid-19 le ha afectado a cada uno como Dios le ha dado a entender.

Primero cayeron como moscas los ancianos de las residencias. Luego se extendió la mortalidad a todas las franjas de edad. Entre quienes contraían la enfermedad, había que las pasaban canutas y quienes no se enteraban de nada (mientras su mujer sufría lo indecible durante días, mi amigo M., asintomático, se mantuvo fresco como una rosa). Los gobiernos se sacaban de la manga medidas que no acababan de funcionar mientras todo el mundo se temía que iba a llegar el momento de elegir entre morirse del virus o de hambre. Se producían confinamientos que nadie sabía si funcionaban mientras crecían los problemas de salud mental. Se instauraba el toque de queda, pero cada país y cada región elegía una hora distinta para aplicarlo. Actualmente, en Madrid se puede comer, cenar e ir de compras tranquilamente, pero en Berlín hay que hacerse una PCR a primera hora de la mañana si luego pretendes entrar en un H&M a comprarte unos calcetines. Cuando se fabricaron las vacunas -en un tiempo récord: nuevo arqueo de cejas de los conspiranoicos, convencidos de que quien creaba la vacuna podía ser el mismo que había creado el virus-, pareció que en un plis plas íbamos a estar todos a salvo, pero entonces las vacunas se empezaron a perder, o a contaminar, o a llegar tarde, hasta que la OMS ha tenido que pegar un chorreo a Europa por la lentitud en el ritmo de la vacunación…

La situación actual es un sindiós incomprensible en el que los alemanes pueden ir a Mallorca, pero los catalanes no. Mientras los políticos de por aquí no muestran la menor prisa por formar gobierno, la vacunación sigue un ritmo majareta que no se acaba de entender muy bien. Permítanme que les cuente mi caso. Como ciudadano entre 60 y 65 años, me tocaba ser vacunado. A tal fin, recibí un SMS del Departamento de Salud para que me apuntara en una web. Cuando entré en dicha web, me dijeron que tenía delante a 4.628 ciudadanos de mi quinta y que volviera a intentarlo dentro de un rato. Cuando lo volví a intentar, me había pasado la vez y me decían que me metiera en otra web. No lo hice. Como me tocaba la vacuna de AstraZeneca -sobre cuyo potencial dañino tampoco se pone nadie de acuerdo: unos países la administran, otros la prohíben, algunos te la endilgan, pero te previenen contra posibles trombosis-, decidí hacerme el sueco confiando en que, si no había pillado nada hasta ahora, igual era inmune. O inmortal, como Keith Richards. Dos días después recibí una llamada de X. ,mi enfermero de confianza en el CAP del barrio, quien, adoptando un tono como de traficante de drogas, me dijo que le habían caído seis dosis de AstraZeneca y que si le hacía una rápida visita, me pinchaba y aquí paz y después gloria, ¡Taxi, al CAP! Ya estoy vacunado. Pero entonces leo que en una residencia de Asturias se acaban de contagiar no sé cuantos yayos ya vacunados y no sé qué pensar…

No quiero ser injusto con las autoridades sanitarias catalanas, españolas y europeas, pero tengo la sensación de que hay algo que no estamos acabando de hacer bien. Mientras nos dejan tomarnos vacaciones de Semana Santa, nos aseguran que ese desmadre precipitará el número de infecciones en Cataluña, pero no podemos quejarnos porque, según la Chene, si nos comportáramos como en Madrid, ya tendríamos 7.000 fiambres suplementarios. ¿Será verdad? También me dijeron que la vacuna me daría, probablemente, fiebre y dolor de cabeza, pero no fue así: ¡no me pasó nada! Ahora están con una supuesta cuarta ola y con no sé cuantas cepas nuevas a cuál más funesta. Y lo único que muchos vemos es que este bromazo ya hace más de un año que dura y nadie parece tener muy clara la evolución de la pandemia. Eso sí: el que vaya a la playa, que tome el sol con mascarilla, aunque no haya nadie a 20 metros a la redonda.

A veces pienso que debería haber sido más firme en mi actitud y esperarme a la vacuna de Moderna, que ha sido financiada en parte por Dolly Parton, una cantante y compositora a la que admiro. Pero no tuve el valor de decírselo al pobre X., mi enfermero-camello. No sé si no tengo nada que temer o si me va a dar la trombosis en el momento menos pensado. No sé nada de nada, pero lo peor es que tengo la sensación de que los que deberían saber algo andan tan perdidos como yo. ¡Socorro!

 

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