Alejo Schapire (Buenos Aires, 1973) está dispuesto a desnudar a la izquierda alternativa, la que ha impuesto un lenguaje que actúa como corsé en el debate político. Acaba de publicar La traición progresista (Península), un libro en el que expone como la izquierda que nace de los laboratorios universitarios se centra en las minorías de todo tipo para hacer cautivo a un tipo de electorado que se siente victimizado. “Estamos en unas Olimpiadas de la victimización”, señala. Schapire es periodista, especializado en cultura y política exterior, y trabaja en la radio pública francesa. En esta entrevista con Crónica Global asegura que esa izquierda alternativa está desconectada por completo del mundo del trabajo, del sector privado: “La izquierda alternativa como Podemos ha vivido siempre del Estado”.
--Pregunta: La izquierda, ¿ha comenzado a ser vista como una fuerza política elitista, que defiende lo políticamente correcto, causas alejadas de sus votantes tradicionales?
--Respuesta: Desde un inicio, desde los tiempos de Lenin, los llamados revolucionarios han surgido de la burguesía. Es una constante. Lo que ha pasado, sin embargo, es que ha cambiado el electorado de izquierdas. Durante décadas la izquierda se había concentrado en la lucha de clases, en el materialismo dialéctico. El sujeto era el proletariado, en las fábricas, y el campesino en el campo. Eran los realmente oprimidos. Pero a partir de los años ochenta, con el éxito de los valores individuales, a partir de Thatcher y Reagan y con la caída del muro de Berlín, la izquierda ya no es una alternativa. Se muestra su fracaso en el manejo de la economía, que estaba en el corazón de su proyecto y la izquierda se repliega en las universidades. Se deja de ocupar del trabajador y se concentra en las minorías étnicas, religiosas y sexuales. Ese pueblo trabajador queda en manos de la extrema derecha, como hemos visto en Estados Unidos con Trump, o en Francia con Marine Le Pen. Y los nuevos votantes de la izquierda pasan a ser los ganadores de la globalización, los jóvenes urbanos, y las minorías, que quedan como un electorado cautivo. Un negro, por ejemplo, que no sea demócrata, es mal visto.
--Usted sitúa ese cambio en los años ochenta, pero ya se produce con el mayo francés, si tomamos como referencia a Tony Judt, que critica esa apuesta por los valores individuales por parte de los estudiantes franceses del 68.
--Sí, hay elementos claramente en esa dirección. El individuo para a ser central. Y tiene que ver con el derrumbe del proyecto colectivista, con el conocimiento del Gulag y con la primavera de Praga. Eso tiene un correlato en la izquierda, cuando se derrumba el muro. La izquierda pierde su poder de fuego. Y lo que le molesta es el Imperio de Estados Unidos y el pequeño Satán será Israel. Se produce una alianza contra natura con el fundamentalismo islámico, con Irán, porque se va en contra de Estados Unidos. Hay una alianza con teocracias machistas y homófobas, justo contra los valores que se dice defender.
--En realidad, ¿no se trata de que el proyecto socialdemócrata, que se desarrolla tras la II Guerra Mundial, muere de éxito, porque ya no puede avanzar más en el terreno socio-económico?
--Sí, creo que sí, la crisis de la socialdemocracia tiene que ver con su éxito, con el de llegar a un consenso sobre el papel fundamental del mercado y de las funciones del Estado. Un consenso no explícito, pero que sí deja un vacío que lo ocupa lo identitario. De la promesa de la emancipación universalista a lo identitario. Se concentra contra el imperialismo, aunque sea, como decía, con alianzas con teocracias homofóbicas.
--Ahora, sin embargo, y producto de la globalización, que ha llevado a una derrota de las clases medias en Occidente, sí sería el momento para una izquierda concentrada en el eje socio-económico.
--Bueno, eso es lo que ha recogido Trump, con un discurso proteccionista, con una guerra retórica contra China, que los propios demócratas han valorado. La socialdemocracia no quiso ceder, porque sus defensores eran los principales beneficiarios de esa globalización: jóvenes que viajan, que tienen las mejores tecnologías, todas las mieles de la globalización. Y quedó una clase trabajadora blanca, que se ha expresado, en Estados Unidos, en Francia, con los chalecos amarillos, o en España, con Vox, que no ve reflejadas sus preocupaciones económicas y que no reconoce su propio territorio. A ellos se les dice cómo tienen que hablar, cómo tienen que escribir, se les pone un corsé, se les culpabiliza. Les dicen que son los verdugos del mundo, cuando viven en el paro y en un entorno en el que han perdido la brújula.
--En ese proceso, entonces, ¿qué pesa más, el lenguaje que les constriñe o las condiciones económicas? ¿Los factores de guerra cultural o la economía?
--Es una mezcla de las dos cosas. Es gente perdedora de la globalización, que trabaja con sus manos, sin estudios superiores, que recibe por parte de la corriente dominante desprecio, que considera que son los culpables de todos los males del mundo. La gente más moderada decide callarse ante esas situaciones, pero hay una parte que no quiere callar, que se anima a transgredir. Se trata de las voces más fuertes de la extrema derecha o de la derecha, a los que ya no se les trata de escuchar, porque se les margina. Y estos votantes, esos ciudadanos, se consideran como una tribu asediada, como si se les quisiera exterminar. En Estados Unidos los neonazis gritan que no se les ‘reemplazará’, con esa idea que expresa un miedo existencial. Es lo mismo que defiende esa izquierda identitaria, que también se considera amenazada.
--Pero, entonces, ¿quién rompe el consenso? ¿Ha sido la izquierda, en términos generales, la que ha modificado el discurso?
--La izquierda ha desplazado el debate sobre lo económico, en el que ha perdido, a lo cultural, para apoderarse del universo simbólico, a la manera gramsciana, desde dentro. Lo que pretende es lograr una hegemonía a través de la cultura, lo que tiene que ver con el lenguaje inclusivo, que, de hecho, nunca ha incluido a nadie. Se ataca lo masculino neutro, sin entender que eso no ofrece una sociedad más o menos justa. En islandés se usa mucho más lo masculino neutro, y es una de las sociedades más justas. En turco y en la lengua árabe el lenguaje usa más la sexualización del género, y no son para nada sociedades igualitarias. Lo que esa izquierda pretende es lograr a través de la cultura lo que no se ha logrado a través de la vieja cultura.
--La responsabilidad de esa transformación, ¿la tienen aquellos líderes de la llamada tercera vía, los Blair, Jospin y, de alguna forma, el nuevo Macron?
--Esa tercera vía resultó para muchos una capitulación ante el mercado, que ha prevalecido. Sólo se podían hacer cuestiones cosméticas, sin pensar que la socialdemocracia no tuvo respuesta ante la gente que se quedó fuera del sistema. Lo señaló Fukuyama con la idea del fin de la historia, que quedó desmentida con los atentados de 2001. La gente no quiso resignarse a esa dirección de las cosas, y en España, por ejemplo, surgió Podemos. Una nueva izquierda antisistema que mostró un doble lenguaje, el de la emancipación y el compromiso con países totalitarios como Venezuela o Irán. En Latinoamérica surgió esa izquierda bolivariana, una izquierda obsesionada con la identidad y el determinismo social.
--¿Es incompatible ese combate social, con una izquierda más fuerte, muy alejada de la socialdemocracia, con la defensa de la identidad, algo que está caracterizando a Podemos en España?
--En Venezuela tenemos un ejemplo claro de que aplicar el esquema tradicional de la izquierda en un contexto globalizado resulta un auténtico desastre. La opción económica del comunismo acaba en la miseria, como vemos en Venezuela, Cuba o Nicaragua. En el otro lado tenemos China, con un capitalismo autoritario, que ha ofrecido a los chinos estabilización. En ese contexto, el discurso clásico de la izquierda ha quedado en fuera de juego. Por tanto, esa izquierda se concentra en la cultura, porque les queda ese terreno, pero también porque ahí tienen ventaja, porque se dedican profesionalmente a ello, en las universidades. La izquierda alternativa, como Podemos, es gente que siempre ha vivido del Estado, de las universidades, no están en contacto con el mundo del trabajo, con el trabajador medio. Además, mandan en las universidades, donde han constituido el discurso hegemónico. Imperan en la academia y en los medios de comunicación.
--El proyecto independentista en Cataluña, ¿se puede asociar a esa izquierda identitaria que se presenta como alternativa al sistema y que provoca una reacción, como ha sido el impulso de Vox?
--Mi lectura sobre eso es particular, aunque he seguido muy de cerca todo lo sucedido en Cataluña. Lo que ocurre en Occidente es que se culpa al privilegiado blanco. Hay una culpabilización del hombre blanco y eso ha tenido una correlación política. El español, el británico o el francés, por poner varios ejemplos, no se sienten cómodos son sus identidades nacionales, y se reconfiguran en lo regional. Eso les permite despegarse del Estado-nación, que se identifica como opresor. Lo regional es resistencial, con una etiqueta étnico-lingüística, que es más cómoda y que está de moda. Los más moderados callan, ante un discurso que intimida, pero a otros no les importa que les llamen ‘fachas’, y ahí parece Vox. Se produce una alianza entre la izquierda y los nacionalismos, como una minoría que resiste, y eso genera anticuerpos en el otro lado, que es, exactamente, algo identitario de signo contrario.
--Porque, ¿cómo se entiende que esa izquierda, Podemos en este caso, dé apoyo al indepedentismo, como se ha visto en la votación en el Parlamento europeo para levantar la inmunidad de Carles Puigdemont?
--Las minorías regionales se disfrazan con las identidades, que pone en peligro al hombre blanco, que se identifica con el Estado español. Estamos en unas Olimpiadas de la victimización, a ver quién ha sufrido más, y en eso, en ese lenguaje, Podemos y las minorías territoriales se entienden perfectamente.
--En el libro se refiere de forma extensa a Israel, al nuevo acoso que sufren los judíos. ¿Nos debemos preocupar realmente en Europa?
--En España no se plantea con la misma fuerza que en Francia, donde se matan judíos. Y los verdugos no son cabezas rapadas con ojos azules, sino gente que se identifica con las víctimas del tercer mundo. La religión islámica se asocia al obrero, y la izquierda calla ante eso. Le cuesta condenar esos ataques. Y es un problema serio, lo hemos visto con los atentados en una escuela en Toulouse, en el supermercado judío en 2015, con ataques a sinagogas, con el acoso a niños en los colegios.
--Usted lo que propone, por tanto, es una recuperación del liberalismo político, del liberalismo universalista, que, sin embargo, se critica porque se entiende que es hijo de Occidente.
--Sí, hay que rehabilitar el derecho a pensar en la ambigüedad, a reírse de todo, a cuestionar la religión, la que sea, a aprender de las conclusiones de lo que ha sido el espanto del siglo XX. Hay que llamar a la sociedad abierta, a no cerrar puertas, a admitir la pluralidad de identidades. Lo que planteo es la sociedad abierta, el espíritu de la Ilustración, con el derecho a dudar, y a no pertenecer a ninguna capilla.
--Universalista, por tanto, ¿porque hay valores universales?
--Por supuesto. La izquierda propone un relativismo cultural, y señala que ese universalismo es occidental, pero eso entra en contradicción cuando se escucha a la disidencia en China, o a los parias en la India, o a las mujeres que huyen de países opresores, o a los homosexuales egipcios. Que les expliquen a todos ellos que el universalismo es occidental. Si les preguntas dirán que todo eso lo quieren, que lo universal les sirve. La izquierda ha cometido un error, cuando no defiende a los Uigures en China. Y es que los Uigures no tienen la suerte de que su opresor no sea Estados Unidos.