Seguimos en plena tercera ola de la pandemia. Las hospitalizaciones y muertes por el virus han crecido a niveles de primavera. La incidencia acumulada ha aumentado sin parar. El desconocimiento sobre el comportamiento del virus crece y todas nuestras esperanzas están puestas en la vacuna, a la espera también de que la estrategia de vacunación dé algún resultado. Se habla ya de las vacaciones de Semana Santa, cuando aún estamos sufriendo las consecuencias de las decisiones tomadas con respecto a la Navidad: porque la tercera ola fue un desastre anunciado y, en parte, querido y asumido por la sociedad y la Administración que tiene que gobernarla. Aquí hay matices, claro.

Macario Alemany nos ha recordado que el ser humano tiene un comportamiento muy variable ante los riesgos que no puede percibir. El virus no se manifiesta externamente, por lo que resulta natural que no podamos mantener constantemente una actitud precavida. Es entonces cuando entra en escena el derecho: su dimensión coactiva, el miedo a ser multados y los límites que es capaz de imponer a los comportamientos, funcionan como reguladores sociales. En Navidad, los poderes públicos decidieron rebajar las restricciones para que celebrásemos las fiestas. Y no puede dejar de señalarse lo obvio: se sabía, porque los expertos lo anunciaron por activa y por pasiva, que la probabilidad de una tercera ola era grande.

Helena Béjar, en un artículo premonitorio previo a las Navidades, señaló dos cosas que merece la pena recordar. La primera, que resultaba paradójico que un Gobierno socialdemócrata pusiera tanto énfasis en celebrar una fiesta consumista en la que los deberes familiares mandan al ostracismo a aquellos que no quieren someterse a la dictadura de la autoayuda emocional. La segunda, que si la estrategia de los gobiernos fallaba, finalmente se responsabilizaría a los ciudadanos por no autodisciplinarse y no mantener la distancia social. Y no otra cosa ha ocurrido: la clase política y los medios de comunicación no han respondido por su ineptitud y frivolidad y han puesto el foco en aquellos que no han sido solidarios con la sociedad a la que debían de cuidar.

Por cierto, las instituciones del cuidado --cuidatorio, lo llaman-- no surgen por generación espontánea. La situación de las residencias de ancianos no solo revela problemas de orden administrativo y económico, sino un destino antivitalista que nos sitúa ante una encrucijada en la que el vínculo social va destruyéndose paulatinamente, como señala Antonio Valdecantos en su terrible y lúcido ensayo. Pero no quería centrarme en esta cuestión: lo relevante de la “operación Navidad” es que nos volvimos a enfrentar al dilema entre salud y economía con escaso rigor metodológico y con otra muestra de debilidad del Estado para abordar las externalidades de las sociedades del riesgo. ¿Estamos, otra vez, ante una mal enfocada relación entre ciencia, derecho y política? 

José Esteve Pardo ha destacado el encantamiento que el derecho ha sufrido con respecto a la ciencia desde que Hobbes visitara a Galileo. En algunas áreas la política toma decisiones siguiendo los parámetros de la ciencia moderna. Pero como se sabe, el político tiene intereses constitucionales que ponderar: en este caso, ya lo hemos dicho, la economía (art. 40 CE) y la salud (art. 43). El principio democrático no puede sucumbir ante el principio tecnocrático cuando se trata de resolver problemas de naturaleza pública: los expertos no son elegidos por los ciudadanos. No obstante, el problema de las comunidades epistémicas irá en aumento porque los partidos se han vaciado de políticos con formación adecuada y, como acabamos de ver de nuevo en Italia, la polarización hace imposible consensos en torno programas y bienes públicos básicos, lo que abre la puerta a las famosas “soluciones técnicas”.

Este alegato a favor de la política no quiere olvidar otro dato de especial relevancia: desde que comenzó la pandemia muchos representantes y responsables se han escondido tras comités imaginarios y órganos expertos creados específicamente para avalar sus decisiones. No otra cosa se hizo con la “operación Navidad” y no otra cosa se hará con la “operación Semana Santa” que se avecina. No sería mala idea repensar la institucionalización de la ciencia y abrir debates en torno a los nuevos desafíos a los que nos enfrentamos, que no son pocos. Las autoridades independientes serían una opción, pero estamos ante otro asunto que nos hemos empeñado en desacreditar como consecuencia de las ya conocidas cuotas de los partidos en su elección. Volveremos a ello en futuras entregas.