Vivimos en una situación extraña, anómala. Sin duda unos tiempos excepcionales y bastante inquietantes. El coronavirus y su impacto no se previeron y tiempo habrá para dilucidar si se hubiera de haber sido más diligente con sus peligros por parte de unos epidemiólogos que ahora oimos sentar cátedra de manera arrogante en los medios de comunicación. Un poco tarde. Lo cierto es que el sistema médico-sanitario no estaba preparado para una pandemia de estas características y no estoy muy seguro de que fuera posible estarlo. La parálisis de buena parte de la actividad económica resulta de una dimensión y una brutalidad muy superior a cualquier crisis económica de las que nos recordamos. Sectores enteros sin ninguna actividad, multitud de gente sin empleo y gran cantidad de familias sin ingresos. Las perspectivas no resultan nada halagüeñas. Cuando se pueda realizar la necesaria desescalada en la próxima primavera se pondrá en evidencia un paisaje después de la batalla que resultará desolador. Muchos negocios habrán desaparecido, muchos comercios y actividades de tipo familiar habrán cerrado para siempre, muchas empresas harán efectivos unos despidos que los ERTE han diferido. Una vez superemos el drama humano y los colapsos sanitarios, nos espera una posguerra que puede resultar de muy larga y de difícil digestión.
En situaciones críticas los ciudadanos miramos hacia las instituciones públicas para que respondan a lo que está pasando, aporten soluciones incluso a lo que era imprevisto y, sobre todo, que nos den explicaciones que nos puedan proporcionar unas ciertas dosis de seguridad y nos demuestren que las cosas están bajo control. Desde hace meses hemos constatado cuán necesario resulta disponer de una sólida red sanitaria pública y de sistemas políticos donde la cultura asistencial esté presente. En definitiva, el valor del Estado del bienestar. Probablemente hemos lamentado sus agujeros y insuficiencias actuales, así como haber dado por buenas en su momento las políticas debilitadoras y privatizadoras de los servicios públicos que tan alegremente se hicieron.
Buena parte de los gobiernos del mundo occidental han actuado de manera desnortada y bastante contradictoria durante la pandemia. Les ha costado comprender la dimensión y magnitud de la tragedia, coger el timón y tomar decisiones coherentes. El falso dilema entre priorizar la salud o bien la economía ha impedido desarrollar estrategias para contrarrestar la pandemia suficientemente claras y resolutivas. Costó que la colaboración se impusiera a la competencia entre los países y la lentitud de respuesta de la Unión Europea y otras instituciones internacionales resultó preocupante. Finalmente, la UE ha sido contundente con el programa Next Generation y los fondos destinados a la recuperación y transformación de las economías continentales. Políticas expansivas de tipo keynesiano que resultaban ineludibles y que pueden significar una magnífica oportunidad, especialmente para unos golpeados y con estructuras arcaicas países mediterráneos.
En medio de todo esto chirría y mucho el auténtico desbarajuste gubernamental en que se ha instalado Cataluña. El mal viene de lejos, pero ahora resulta más insoportable e injustificable. Cuando se requiere de seguridades y de solvencia, tenemos una coalición de gobierno con partidos abierta y públicamente confrontados, que se contraprograman, que se insultan y descalifican a cada momento, que se filtran informaciones para perjudicarse, con miembros claramente poco preparados y desbordados, con subastas de ayuda como se hizo con los autónomos que no tienen perdón de Dios, con la imperdonable gestión de las residencias de la tercera edad, al utilizar el contexto de sufrimiento para profundizar en el conflicto político con el Estado... Resulta aterrador que algunos políticos de la corriente dominante entre el tribalismo afirmen que quizá sí, que a partir de ahora se debería priorizar la gestión y dejar en un segundo plano la épica, la ideología y la sobreactuación para mejores momentos. Un poco tarde para darse cuenta del daño estructural, económico y social pero también moral, que se ha infringido al país. La pandemia, sus efectos y su gestión, nos ha despojado y nos ha puesto ante el espejo de la realidad. Ídolos de barro que sostenían falsos horizontes de grandeza. Quizás habría que volver a empezar, hacer un reset como se dice ahora, dejarnos de "jornadas históricas" y centrarnos en lo verdaderamente importante, lo que tiene que ver con el futuro y el bienestar de la gente. Ni más, ni menos.