Clifford Geertz, padre de la antropología simbólica, escribió hace 30 años un libro --La interpretación de las culturas-- donde, en línea con Max Weber, defiende que la cultura, eso que la mayoría de las veces nadie sabe definir muy bien porque sus límites se han ampliado hasta designar un sinfín de realidades dispares, no siempre amables, es una “telaraña de significados”. Una red de sentido. La placenta en la que pensamos. El símil nos parece exacto si exceptuamos la paradoja de que somos al mismo tiempo la araña que construye su trampa en el aire y sus víctimas. Nuestros mitos pueden terminar devorándonos.
Para Geertz, son los símbolos culturales los que configuran el imaginario de una sociedad, otorgando lógica a sus valores y costumbres. Resulta contradictorio pensar en la cultura como un patrimonio individual --aunque se comparta con los demás-- y, en paralelo, postular que la identidad cultural debe funcionar igual que un candado cerrado. Si la función de la cultura consiste en dotar de significado a la realidad, sea la que sea, las instituciones culturales de Cataluña, que se financian con el dinero de todos, han elegido negarla con obsceno entusiasmo en vez de interpretarla y comprenderla.
Hace un mes fue Jenn Díaz, diputada de ERC, quien calificaba al flamenco como un símbolo franquista, ajeno a su idea de la Cataluña esencialista. Esta semana Isabel Coixet, una de las cineastas catalanas más reconocidas, contaba que, pese a haber sido galardonada con el Premio Nacional de Cinematografía, no había recibido ninguna felicitación de cortesía por parte del departamento de Cultura de la Generalitat y el Instituto Catalán de Cine. Para ambos, no existe. A estos dos episodios se suma el veto de JxCat y ERC a una moción de Cs que proponía otorgar un reconocimiento póstumo a los escritores Juan Marsé y Carlos Ruiz Zafón, dos de los autores que, cada uno en su género, más han hecho por inmortalizar la estampa literaria de Barcelona. Además de una descortesía, como sucede con Coixet, aquí podemos hablar de miseria moral. Las cosas tienen su nombre.
Por supuesto, ambas fuerzas independentistas pueden votar en el Parlament lo que gusten. Gozan de una libertad que no otorgan a los demás. Su problema es justamente éste: no votan por convicción, sino en contra de aquello que quiebra sus dogmas. En este caso se trata de la mitad de Cataluña, sobre todo si habla, piensa y se expresa en español, como sucedía con Marsé y Ruiz Zafón, que eligieron utilizar el castellano para escribir sus libros. Su elección, un acto de libertad individual, los convierte ante los esencialistas de la cultura catalana en seres ajenos a su lugar y su tiempo.
Para los inquisidores culturales, ambos escritores son colonos literarios. Ni muertos acceden a reconocer públicamente sus méritos. Por fortuna, ni Marsé ni Zafón van a perder lectores por este cerrilismo institucional. Esta vaina ya no les afecta. Sus novelas seguirán triunfando. A los únicos que retrata este episodio de desprecio por la Cataluña real, mestiza e híbrida, es a los mandarines del sectarismo, que confunden la cultura –ese territorio de libertad personal– con una identidad tan tribal como excluyente. Sin sentido crítico. Igual que sucedía en los regímenes totalitarios, donde el único arte valioso es la propaganda, piensan que la creación consiste en aceptar sus modelos de comportamiento. Llamar cultura a esto es hacerse trampas al solitario.