Hace unos días, durante la presentación en Madrid de un libro sobre el difunto Pérez Rubalcaba, Felipe González dijo que experimentaba una sensación de orfandad ante la manera de ir por la vida de su partido, el PSOE. González está que trina con los chanchullos de Pedro Sánchez con Podemos, ERC y Bildu --no hay otro presidente en el mundo que pacte los presupuestos del estado con los enemigos del estado--, pero no es el único, como tampoco es el único huerfanito político que hay actualmente en España. ¡Bienvenido al club, Felipe! Y es que no sabe uno qué más decirle.
Sí, se le podría decir que se callara y disfrutara de su vida de jubilado, que él mismo se ha encargado de que sea lo más confortable posible. Se le podría decir que ejerciera de jarrón chino --la metáfora es suya-- y dejara a los jóvenes del partido hacer las cosas a su manera. Pero eso sería negarle el derecho a opinar a alguien que, con sus luces y sus sombras (mucho de ambas cosas), ha sido el socialista más famoso e influyente de España. De acuerdo, lo dejó todo a medio hacer y su última etapa, entre los GAL, el mangante de Roldán y otras chapuzas, fue catastrófica. Tuvo la inmensa suerte, eso sí, de que sus sucesores fueran tan penosos como Rodríguez Zapatero o el actual inquilino de la Moncloa, un arribista que no ve más allá de su sillón. Pero los que fuimos jóvenes cuando la Transición seguimos escuchando con atención lo que tenga a bien decir, aunque solo sea para no reconocer que tal vez hicimos el canelo durante muchos años votando al PSOE --en mi caso, a su desgraciada franquicia catalana, el PSC, que nunca se ha sabido muy bien ni para qué sirve ni si sube la escalera o la baja-- sin mucho entusiasmo, como mal menor ante una derecha que nos daba una grima considerable, sobre todo cuando la controlaba aquel gran estadista llamado José María Aznar.
Cada vez que Sánchez hace algo que me irrita, recuerdo que le voté en las últimas elecciones, obedeciendo una vez más a lo del mal menor, y me entran ganas de darme descargas con una Taser. ¿Pero qué podía hacer? La ilusión inicialmente depositada en Ciutadans ya se encargó de quitármela Albert Rivera --el hombre que pudo haber sido vicepresidente de la nación, pero que, como el gran visir Iznogud, estaba empeñado en ser califa en el lugar del califa--, escorando el partido a la derecha, fugándose a Madrid antes de acabar el trabajo en Cataluña, purgando socialdemócratas a cascoporro y, en definitiva, perdiendo de vista el mundo y la realidad. Ah, y aún tuvo tiempo de maltratar a Manuel Valls, sumándose así al lamentable linchamiento del franchute al que se apuntaron todos los políticos españoles, de la extrema izquierda a la extrema derecha, pasando por los separatistas (total, ¿qué podíamos aprender de alguien que solo había llegado a primer ministro de la república francesa, verdad?).
En estos momentos, los votantes de izquierda y centro izquierda que no quieren saber nada con los nacionalistas y con los bolcheviques de estar por casa se sienten tan huérfanos como Felipe González. No nos fiamos de nadie y no sabemos a quién votar. Somos carne de abstención porque estamos hasta las narices de la teoría del mal menor. Nos hemos cansado de votar al candidato que nos da menos asco. De momento, los separatistas catalanes ya han tomado nota de nuestro estado de ánimo y se relamen ante las próximas elecciones autonómicas porque ellos no tienen votantes, sino hooligans irracionales. A nivel nacional, tres cuartos de lo mismo: la derecha española sabe que sus fieles la apoyarán con entusiasmo, aunque el candidato dé ascopena (¡qué bonito neologismo!).
No estás solo, Felipe, solo eres un huérfano más de un colectivo que crece a diario de manera exponencial. Disfruta de tu dorada jubilación y no te amargues el tiempo que te queda en el convento. Yo cumpliré 65 años en mayo del año que viene y estoy pensando seriamente dejar de contribuir a la buena marcha de la nación, si es que alguna vez lo he hecho. Tú, que me sacas diez años, tienes aún más motivos para tumbarte a la bartola. Y más dinero.