El anuncio del antídoto de Pfizer desató esta semana la euforia de los mercados bursátiles mundiales. Parece que por fin se empieza a ver la luz al final del túnel. Todavía queda un largo camino hasta que la población quede debidamente inmunizada. Pero hay motivos para albergar esperanzas acerca del futuro que nos aguarda.

Uno de esos motivos, poco comentado, es que la estructura productiva de los países conserva una fortaleza notable. Ésta se debe, en particular, a que tanto los ciudadanos como las empresas han dispuesto durante el largo calvario vírico de una gran baza alentadora.

Me refiero a los tipos de interés del dinero, que andan próximos a cero o incluso son negativos. Gracias a esta palanca, todo bicho viviente dispone hoy de financiación casi gratuita.

Semejante dato, insólito en otras crisis anteriores, explica en buena parte la radiante evolución registrada por Wall Street y los otros centros de contratación de valores en plena epidemia. El exiguo coste de los capitales constituye ciertamente una sólida base de partida para reemprender con fuerza la expansión mercantil e industrial, en cuanto la virulencia de la pandemia amaine.

Actualmente las corporaciones farmacéuticas tienen en marcha medio centenar de investigaciones sobre el Covid-19. Una decena de ellas ya ha superado la fase 3, última de las exigidas por las autoridades sanitarias en el proceso de aprobación del preparado y su lanzamiento a la venta. A la prometedora comunicación realizada por la norteamericana Pfizer van a seguirle en breve otras del mismo estilo, procedentes de varios gigantes del sector.

Sin embargo, los avances científicos no deberían hacernos caer en demasiado optimismo sobre las expectativas a corto plazo. La cruda realidad al día de hoy es que seguimos sin vacuna contra el coronavirus. Y aún habrán de pasar algunos meses hasta que se encuentre al alcance de todos.

En consecuencia, cualquier prevención es poca. Según los virólogos, aquella quizá estará lista hacia la primavera o el verano. Entre tanto, la economía española va a afrontar dos o tres trimestres terroríficos.

De hecho, el país entero trabaja desde marzo a medio gas. Está confinado en su domicilio, sometido a un ERTE o directamente en paro.

Un simple paseo por el centro de Barcelona permite calibrar la dimensión de la tragedia comercial que sufre la ciudad. No hay manzana del Eixample en la que no abunden locales con la persiana bajada u ofrecidos en alquiler. A su vez, los que todavía resisten en pie registran unas ventas ínfimas.

La hostelería, sobre todo, las está pasando moradas. Ha visto esfumarse 45.000 empleos en Cataluña desde comienzos de año. Y de aquí al próximo verano es previsible que se extingan otras decenas de millares. Los gremios del ramo calculan que la mitad de los bares y restaurantes de la comunidad están condenados a desaparecer.

En todas las épocas de penuria generalizada se originan ceses de negocios. Unos despiden a los trabajadores y echan el candado en silencio. Otros se ven en el trance de tener que pasar por la declaración formal de quiebra ante el juzgado correspondiente. Pero el fracaso impacta con más dureza sobre los que ya andaban apurados o que habían contraído deudas onerosas.

La presente depresión encierra una nota dramática. Ocurre que empobrece también a una legión de empresas de reconocida solvencia. Es decir, compañías que hasta ahora se desenvolvían sin problemas, ganaban dinero y generaban contratación laboral. El confinamiento y la inactividad las ha conducido inexorablemente al cierre forzoso.

El Covid, con la estampida de los turistas como secuela, va camino de provocar a España un colosal agujero del 14% de su PIB. El siniestro contagio está actuando como una suerte de maremoto que arrasa el país de norte a sur y de este a oeste, con una intensidad sin precedentes.

En resumen, se nos vienen encima unos meses invernales de enorme rigor. Pero si la vacuna se aplica extensamente en primavera, la temporada turística aún podría salvar los muebles y alfombrar el camino de una briosa recuperación.

 

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