Tú le has dado limosna a ese mendigo, sí, a ése, y no al otro; ni luego, unos pasos más adelante, tampoco al otro.
¿Por qué? ¡Misterium tremendum! ¿A qué responde esa curiosa, arbitraria selectividad tuya?
Bueno: a pesar de la mascarilla que nos iguala a todos e incluso parece cerrar la brecha social, hay cien factores externos e internos que influyen, a cada instante, en tu generosidad. Y ese cúmulo de factores decide si la caridad se ejerce, se efectúa el gesto dadivoso, y así se consigue la salvación del mundo (y de tu alma). O si, por el contrario, no se da nada: si no das esa humilde limosna, y entonces todo, siempre, en la historia futura del mundo, va a ser soledad, egoísmo y dolor.
Esto se decide en un instante anónimo y callejero.
Que sepas, para consolarte (porque el mundo ya se ha condenado por culpa de tu error), que en el hecho aparentemente casual de que le hayas dado limosna a ese mendigo, y no se la hayas dado al siguiente, influyen muchos vectores: entre ellos, el creciente número de los mendigos. Lógico crecimiento ya que es una profesión de futuro, aunque no muy bien remunerada. E influye la calidad del aire que respirabas en aquel instante en el que viste la callosa mano tendida. Y el aspecto del sujeto. Y el perro piojoso a sus pies. Y otros detalles como la nubosidad del cielo y la chica que pasaba a tu lado… con su elegante abrigo...
Eso, en cuanto a ti.
En cuanto al mendigo: le hayas dado o no la limosna, para él tú solo eres parte de un flujo, de un aire que se espesa o se aligera, que va y viene por su vida olvidadizamente.
Eres un fenómeno de la lluvia, un rayo de sol de un día diáfano y olvidado.
No tienes nombre. Eres una mano, una infinitesimal partícula de buena o de mala suerte.
¡Recóbrate! Mete la mano en el bolsillo (o no la metas: ahí no se decide ni la supervivencia del mendigo ni el destino de tu alma. Este gesto ni siquiera dice nada de lo que eres, quién, cómo.)
Mendigos negros, susurrantes.
Gitanas viejas, temblorosas en sus refajos como flanes en día de huracán.
Tullidos, y tullidos falsos.
Pordioseros con perro y con cartel que pregona enfermedades.
Pedigüeños rondando la puerta de los supermercados y los umbrales de las iglesias.
A la puerta del Unide, una joven rumana embarazada, con anorak marrón, intercambia insultos y amenazas con un africano de mono y chanclas, porque esa plaza es demasiado pequeña para los dos.
Hay en mi barrio un conocido escritor que nada más salir de su casa saluda a “su” mendigo; le llama por su nombre, le pregunta “Hola Efraín, cómo estás hoy”, le da una moneda, cada día del mismo valor, y luego, huyendo de explicaciones indeseadas, sigue su camino.
Esa relación entre príncipe y mendigo yo no podría sostenerla.
Hay mendigos alcohólicos con su terrorífico envase de cartón de vino a granel entre las piernas abiertas.
Quien vende pañuelos de papel.
Quien vende fajos de tres pares de calcetines, porque quiere creer que no ha caído plenamente en la pura obsolescencia social.
Quien pide “la voluntad” y a cambio te ofrece un periódico descolorido (¡a ti, que trabajaste tantos años en los periódicos!) que habla sobre la dignidad, la condición humana y el calvario de los mendigos.
Vuelve a casa.
Cuelga la mascarilla en un saliente, cuelga el abrigo en la percha, pasa al despacho. Llegas con propósitos de trabajar pero en vez de eso, dándole la espalda al ordenador, te pones a mirar por la ventana.
Ves al gitano de la cabra. Piensas: si no hoy, mañana volveré a pisar la calle y a ser puesto a prueba por los mendigos. Debo estar a la altura… ¿Qué es esto que oigo?... ¿Qué es esto que oigo?...
¿La música de sus acordeones?... La música ensordecedora de los cien mil acordeones de cien mil mendigos…