Siempre he pensado que hay un vocabulario académico y otro político. El académico conceptualmente es más científico, menos confuso. El empleado por nuestros diputados en la brega parlamentaria suele buscar el impacto mediático, el golpe de efecto y no está exento de gesticulación. Cuando Adriana Lastra, o Pedro Quevedo de Nueva Canarias, califican de fascista a Vox, están haciendo uso de la retorica política --legítima como es obvio-- aunque a mi entender, sus apreciaciones son inexactas desde el punto de vista del análisis académico. Y ello no conviene, a pesar de que sobren razones para denunciar las maldades intrínsecas del partido de Abascal. Ajustarse a lo que realmente es Vox, sin caer en clichés y estereotipos caducos, es condición sine qua non para combatir sus propuestas populistas.
Basta con leer los últimos libros de Emilio Gentile, o de Antonio Scuratti, para comprender y asimilar los orígenes y la esencia del fascismo. Derecha reaccionaria y ultraconservadora, la hubo antes de la Marcha sobre Roma o del incendio del Reichstag. Recordemos que Charles Maurras difundía su ideología en el país vecino mediante Action Française, y que D’Annunzio creaba a principios del XX una república en el Fiume. En España el integrismo reaccionario lo hayamos tanto en el carlismo del XIX, como en el partido Nacionalista de Albiñana o en los escritos de Vázquez de Mella. Para otra ocasión dejaremos la ideología de los escamots de los hermanos Badía, Dencàs y demás. Antes de la llegada al poder del general Franco hubo ideología de extrema derecha tanto en Cataluña como en España.
El partido de Abascal no deja de ser una reencarnación sincrética de esos pasados ultras que se incorpora al fenómeno, emergente en medio mundo, del nacional populismo. Pero seamos honestos, Vox tampoco es el típico grupito de exaltados que desfila marcando el paso de la oca, con camisas negras, portando antorchas y rojigualdas con ave rapaz. Nada de eso. Vox es la versión ibérica del trumpismo más deslenguado, del antifeminismo, del negacionismo histórico y climático, del uso perverso y tóxico de las redes sociales. Está ahí, en las instituciones, con un nutrido grupo de concejales y diputados cogobernando arropados por la otra derecha. El ascenso de Vox no radica en la bondad de sus propuestas programáticas, si no en sus consignas, en la explotación --demagógica si se quiere-- de asignaturas pendientes que preocupan a la ciudadanía, y que los gobiernos de turno no logran abordar con resultados satisfactorios. La inseguridad ciudadana, la inmigración, el conflicto territorial y las políticas de género son el combustible que los ha llevado a las instituciones. Ahora pretender capitanear el desasosiego de la ciudadanía rechazando las medidas contra la pandemia. Soy de los pocos que opinan que en la pasada moción de censura no hubo vencedores ni vencidos.
Es evidente que Abascal fue triturado dialécticamente por Casado, ante la mirada complacida de Pedro Sánchez, pero no es menos cierto que el líder de Vox es un Don Tancredo consumado. En el debate parlamentario la extrema derecha consiguió recuperar el foco mediático, colocó su discurso y jugó al uno contra todos. Todo ello da réditos políticos. Como guinda del pastel, paseó por la tribuna a Ignacio Garriga para que los catalanes se familiaricen con la imagen y el verbo de ese candidato a las autonómicas. El CEO pronostica la entrada en el Parlament de Cataluña de Vox. Las encuestas les otorgan una horquilla de cinco a seis diputados. Ojo al dato, Ciudadanos en el 2006 obtuvo tres diputados y hoy, en número de escaños, es el primer grupo de la cámara catalana. Ante estas predicciones, afloran actitudes y reacciones diversas.
Algunos energúmenos mandan a cuatro jovenzuelos, enfundados en esteladas, a boicotear los actos de Vox e increpar a sus líderes. Otros se rasgan las vestiduras y lloriquean en los medios de comunicación augurando la vuelta a los tiempos de la dictadura. Craso error todo ello. Ambas actitudes suelen conllevar un indeseable efecto boomerang en el que los aludidos consiguen cuota de pantalla y aparecen como víctimas. Creo que la mayoría de nuestros políticos y opinadores no encuentran, más allá del lamento, el método ni el tono adecuado para combatir el auge de la extrema la derecha. Se habla en exceso de ella y se la combate poco tomando decisiones políticas valientes. El mejor antídoto contra todo lo reaccionario no es la agresividad verbal ni la referencia constante, tampoco la vuelta recurrente al pasado, si no el debate sereno, el uso de las urnas y, sobre todo, la acción de gobierno abordando lo irresuelto.