Los seguidores del maestro Lao-Tsé, los taoístas, ya filosofaban siglos antes de Cristo sobre la naturaleza de la felicidad, estableciendo una analogía o paralelismo que equiparaba ese anhelado estado de absoluto bienestar --y el ejemplo sirve para la felicidad individual o la colectiva-- con un carro provisto de múltiples ejes y ruedas. En lo personal esas «ruedas de la felicidad» son muchas y diversas: una rueda representaría al amor, a la vida en pareja; otra, a los hijos; el trabajo; las relaciones sociales; la fortuna; los sueños y metas personales; la salud. Y así un interminable etcétera adecuado a cada uno. Cuando todas las ruedas giran armoniosamente, al unísono, y el carro avanza sin contratiempo, vivimos en total plenitud. Incluso de darse el contratiempo de que una rueda, o varias, presentaran problemas, podríamos seguir con nuestras vidas, pues el resto, muchas, continuaría girando correctamente mientras reparamos las defectuosas. Pero --¡ay, ay!-- ¿qué ocurre cuando prácticamente todas las ruedas fallan simultáneamente y nuestro trayecto vital se hace inviable?
Si extrapolamos esa analogía a lo social, a lo colectivo, a lo que en estos momentos ocurre en nuestro país, resulta difícil no caer en la depresión más absoluta. Dando por sentado que en lo social las «ruedas de la felicidad» deberían girar en los ejes de un buen gobierno y una buena política; en la absoluta honestidad y honradez en la administración de lo público; en una ciudadanía satisfecha; en una atmósfera de concordia y paz social; en la prosecución del bien común --a lo platónico-- como único objetivo deseable; en un trabajo digno; en un horizonte de prosperidad; en la ausencia de pobreza y en la preservación de la salud, convendrán conmigo en que ahora mismo los españoles estamos bien jodidos. Jodidos de verdad. Porque el desaguisado es monumental, de tal magnitud que poco importa por qué punto o extremo empecemos a estirar del hilo.
La pandemia nunca se fue y regresó. Dejémonos de “segundas olas”, menuda majadería. Ha seguido aquí, propagándose silente e inexorable, debido a unas medidas de desconfinamiento o apertura a la “nueva normalidad” mal tomadas, precipitadas, sin conocimiento, sin recursos ni directrices contundentes, sin comités de expertos --¡menuda tomadura de pelo, menuda mentira nos han vendido!--. Así hemos malgastando la preciosa tregua alcanzada a base de vivir todos encerrados a cal y canto durante meses, cortando el tremendo potencial lesivo del Covid19 por «incomparecencia social» del universo de posibles afectados. Descorazonador resulta comprobar que esa reclusión no ha servido para nada. Somos como el ganado que a la que le abren la puerta del corral sale en estampida.
Ahora mismo, a nivel mundial, ya son casi 39 millones los infectados y 1.100.000 los muertos. Estados Unidos, con Donald Trump haciendo el gilipato, detenta el récord de casi 8.000.000 de contagios y 220.000 muertos. En España, al igual que en toda Europa, vamos camino de una nueva situación explosiva, con el personal sanitario psicológicamente extenuado, encomendándose a la Virgen y a todos los Santos… Madrid capital confinada; Navarra desbordada; focos fuera de control en muchísimos puntos del país; Cataluña cerrando bares, restaurantes, ocio nocturno y actividades lúdicas; regreso al teletrabajo y a la educación telemática; limitación a la interacción social; Francia supera los 30.000 contagiados en 24 horas, con toque de queda decretado en París y ocho grandes ciudades; Alemania y Bélgica baten sus propias marcas; Inglaterra tiembla ante la catástrofe económica.
Y como guinda, los amigos de la OMS advierten de lo que podría ocurrir en pocas semanas de no adoptar medidas draconianas ante un ritmo de propagación, en la UE, que suma a diario entre 100.000 y 120.000 nuevos casos --¡más de un millón en diez días!--; cifra que supondría inaugurar el nuevo año con un índice de mortalidad cinco veces superior al vivido durante el pasado mes de abril. Creo que los fans de la teoría de la conspiración covidplanista deberían tirar la toalla y buscarse un buen psicólogo argentino. Es cierto que nos mienten y manipulan en las defunciones y estragos que esta pandemia está causando, pero eppur si muove.
Y una vez hecha añicos la «rueda de la felicidad» relativa a la salud y al imprescindible contacto humano, va y se parte en mil pedazos la rueda de la economía, el trabajo y la prosperidad colectiva. Aquí el asunto suscita tanto miedo, o más, que el estrago causado por el virus. Nadie es ajeno a lo que estamos viviendo: hoteles, restaurantes, bares, transporte, turismo, ocio, líneas aéreas, agencias, pequeño y mediano comercio, se desploman y cierran puertas; las pérdidas oscilan entre el 60% y el 90% de la recaudación en ejercicios anteriores; se prolongan los ERTE con la perspectiva de acabar en ERE, antes o después… ¡Hasta el Barça vive en época de rebajas, planteándose reducir un 30% el sueldo a sus titulares y a sus trabajadores!. El dato de los últimos días, ofrecido por TVE, es que ahora mismo, agárrense a la silla, 11 millones --¡once millones!-- de españoles viven, o malviven, en estado de pobreza relativa, severa, o directamente en extrema pobreza y condenados a la exclusión social. Ningún país puede soportar algo así. Ninguno. Caritas y otras instituciones benéficas alertan de que los comedores sociales no dan abasto y que los denominados “bancos de alimentos” han visto desplomarse estrepitosamente las aportaciones de la ciudadanía.
El oro, señores, no solo es valor refugio en tiempos de tormenta. Es el termómetro perfecto de la inquietud colectiva. Ahora mismo el precio por una onza de oro (poco más de 28 gramos) se sitúa al mismo nivel de récord mundial alcanzado en 2012, durante la crisis económica: 1900 dólares. Ocurre que de irse todo al garete resulta duro masticarlo incluso gratinado al horno, con bechamel y queso.
Por si todo esto no les parece suficiente, añadan, además, la pérdida de otra rueda vital en la buena marcha de un país, la rueda de la política, debido a la infamia y a la vergüenza que supone el trilerismo dictatorial de un Gobierno de coalición socialista-comunista-bolivariano al que no le importa nada más que perpetuarse en el poder --recuerden a Pablo Iglesias asegurando recientemente en el Congreso, a cajas destempladas, en plan matón, que la derecha no volverá nunca más a gobernar en España--; un Gobierno empeñado en hacer implosionar sin rubor, con luz y taquígrafos, el edificio democrático, atacando y ninguneando al Rey sin tregua, loando las bondades de la república de chichinabo, haciendo concesiones a filoetarras, prometiendo mendrugo para hoy (por sorteo, claro) y miseria para mañana, politizando la pandemia y aplicando torniquete a la Comunidad de Madrid, convirtiendo la praxis parlamentaria en un rifirrafe de insultos, descalificaciones, marrullería y grosería inaceptable, intentando a cualquier precio controlar al poder judicial (CGPJ) ante el estupor de la Comisión Europea, que quizá ya entiende en manos de qué pandilla de desaprensivos estamos.
Recuerden cómo ese arquetipo de psicópata clásico de manual que es Pedro Sánchez se preguntaba retórico, con infinito cinismo, ante sus enardecidas bases: «¡Cómo puedo yo pactar con Pablo Iglesias, si cuando le hablo de educación, digitalización o sanidad, me sale con un... bueno, sí, vale, vale, pero primero deberíamos controlar el CNI, la televisión y a los jueces!». Los tuits y vídeos de Sánchez, puro sonrojo, circulan a todas horas en las redes sociales. Cabe preguntarse si aún queda vida inteligente en las filas del PSOE… ¿Todos aceptan ese indigno “trágala” a cambio de paga, escaño, concejalía o alcaldía?
Estamos, no lo duden, en manos de Alí Babá y sus 40 «golfos apandadores», empeñados en reproducir con milimétrica e inquietante exactitud el mismo asalto a la democracia, desde el mismo corazón del poder, que el perpetrado por Artur Mas, Carles Puigdemont y el resto de majaderos nacionalistas durante los años más duros del Procés. Unos viven en 1714; los otros en 1936. Y de ahí solo salen, los muy tarados, para comprobar el estado de su cuenta corriente el día uno de cada mes. Su labor de gobierno se reduce a la matraca de reivindicar a Companys o maldecir a Franco. Y estamos en el siglo XXI. Y jodidos, muy jodidos.
Recuerdo haber sido tremendamente crítico con Albert Rivera. No logré entender que se negara al pacto desperdiciando una oportunidad de oro que yo entendía nos podía conducir a un escenario nuevo, transitable, positivo, libre de populistas, marxistas de salón y nacionalistas dementes. Ahora comprendo su reticencia y aún más su afirmación al tildar a Sánchez y al resto de sus compinches de “banda”. Lo son. Son una banda.
Esa degradación de nuestra vida política puede conducirnos (de hecho ya es un fenómeno constatable) a la pérdida de otra «rueda de la felicidad» --analogía taoísta que hoy me sirve de hilo conductor al escribir estas líneas--, que es la rueda de la paz social, la concordia, el bien común, el objetivo de un futuro compartido de forma fraternal, en un momento crucial, delicado, triste, malo a más no poder para todos… ¿Acabaremos a nivel nacional como hemos acabado en Cataluña, donde ni nos miramos a la cara por mucho que lo nieguen los independentistas? ¿Vamos a ahondar en el cainismo, en el guerracivilismo, en el garrotazo goyesco, en la negación de que juntos hemos construido y disfrutado de los mejores y más prósperos años de democracia y convivencia?
Si eso es lo que nos espera permítanme que les diga que me alegro de no tener que celebrar este año la navidad con mis cuñados ni ver a nadie. Gracias Coronavirus.