Antaño, cuando la educación todavía no se había estropeado, no se podía pasar de curso sin superar todas las asignaturas y la vida se distinguía de lo que podríamos denominar el mundo piruleta de la sororidad, paradigma de los activistas adolescentes, solía decirse para expresar la temeridad que supone hacer afirmaciones categóricas sin un análisis previo de cualquier asunto que la ignorancia era osada. Era una forma piadosa de no llamar tontos a los tontos. En estos tiempos, digitales y extraños, ya sabemos que los ignorantes pueden ser ágrafos escolarizados y, por supuesto, formar parte de un Parlamento, representando a sus iguales.
Parece ser el caso de Jenn Díaz, diputada de ERC, de profesión sus libros. En un ejercicio asombroso, la parlamentaria independentista identificó esta pasada semana al flamenco, un arte bastardo y sin patria cierta, con el franquismo. Así, sin anestesia. “El problema del flamenco como expresión de la cultura catalana es que el franquismo lo utilizó como símbolo de identidad española contra la cultura que se hacía en Cataluña”, señaló Díaz en su contestación a una moción de Cs para declarar esta música bien de interés cultural, cosa que es por derecho desde que nació, en una fecha incierta, como una extraordinaria expresión de sincretismo cultural.
Ignoramos --porque la diputada no lo ha explicado-- qué es lo que le molesta: si que en Cataluña, y especialmente en Barcelona, exista afición (y tradición) al arte que crearon los gitanos o que sus músicas sean una de las mayores riquezas del crisol cultural que todavía es (a pesar de los nacionalistas) España. Puede que ambas cosas. De las palabras de Díaz, cuyo apellido, como habrán ustedes adivinado, es de un indudable origen occitano, se deduce que el flamenco sólo puede considerarse bueno si se le adjetiva como catalán --quizás al modo revisionista del Institut Nova Història, ese centro de estudios mitológicos-- y también que existe una hipotética e irresoluble oposición entre lo catalán --sea esto lo que sea-- y el franquismo, cuando la historia demuestra que ambos conceptos convivieron durante bastante tiempo bajo la forma de élites sociales, estirpes y oligarquías.
Como no es el tema de este aguafuerte, no nos detendremos en mencionar las referencias factuales que, frente a la simplista visión de la diputada de ERC, relacionan al franquismo con una parte muy eminente del catalanismo. Por interés mutuo y porque, igual que sucede con el flamenco, ni el arte es puro, ni la cultura admite adjetivos geográficos, ni las hagiografías son verdad. Casi todo en la vida está entreverado. Ni los santos ni los pueblos perfectos existen. Sólo hay individuos vulgares. Eso es todo.
Por otra parte, convendría recordarle a Díaz (Jenn) la infalible fórmula que enuncia el relato de Monterroso: Cuando llegó Franco, el flamenco ya estaba aquí. En Cataluña, en Castilla, en Aragón y sobre todo en la Baja Andalucía, donde la mayoría de los gitanos que viajaban sonámbulos por la España del siglo XV decidieron asentarse, creando así el triángulo mágico entre Sevilla, Cádiz y Jerez donde todo empezó. Sobre cómo llegaron estas tribus nómadas de la India a la Península Ibérica, tras diseminarse por Asia, Europa y el Norte de África, existen múltiples conjeturas. Lo que es indudable es que su música es un arte de emigrantes que transforma a quienes lo conocen. ¿Acaso esto es un problema para la diputada de ERC? Los emigrantes, decimos.
Según escribe Narciso Feliú en los Anales de Cataluña, parte de estos gitanos nómadas, sin más patria que su pobreza y sus zapatos, atravesaron los Pirineos y entraron en España por Barcelona, siguiendo el camino de los pioneros familiares que en 1425, según un documento que está en el Archivo de la Corona de Aragón, recibieron un salvoconducto de tránsito (escrito en catalán medieval) rubricado por Alfonso V a favor del patriarca “Juan de Egipto Menor y sus gentes”, donde se advertía que quienes no les asistieran en el camino serían “presos de su ira”. El monarca medieval aragonés mostró un sentido de la hospitalidad más generoso que los republicanos catalanes, que no aceptan que algo tan enraizado en Cataluña como el flamenco pueda ser --como de hecho es-- la muestra de que existe una cultura catalana (léase española) distinta a la rigorista, que es la única que ellos santifican en favor del dios amarillo de su independencia.
La diputada de ERC puede estar tranquila: la identidad cultural, como escribe el pensador francés François Jullien, no existe. Aunque a ella le parezca increíble, se trata de un concepto ficcional. La verdadera cultura es un fenómeno vivo, sin patria y, como la historia misma de los gitanos ancestrales, una expresión mestiza, resultado de un sinfín de influencias, vivencias y emociones particulares. Tan ridículo es considerar el flamenco un patrimonio exclusivamente andaluz --como declara el Estatuto de Autonomía de Andalucía-- como adjudicarle un estigma político (interesado) a un arte inequívocamente universal.
La cultura puede nacer en un sitio y un tiempo concreto, dentro de una civilización o gracias un marco histórico determinado, pero su razón de ser consiste justamente en trascender dicho contexto --liberarse de la familia y la tribu-- para relacionarse con cualquiera, sin que importe ni su origen ni su condición. La cultura es un instrumento intelectual, no una jaula. Mucho más tratándose, como ocurre con el flamenco, de la expresión artística popular que mejor ha resistido el desgaste del tiempo --hablamos de siglos-- sin dejar nunca de transformarse, mezclarse y desmentir a sus propios puristas.
La filosofía griega nació en Atenas y el derecho romano en las colinas de Roma, pero ambas disciplinas ayudan sin distinción a los hombres de entonces y a los de ahora. Este patrimonio cultural tiene muy poco que ver con la difunta arqueología antropológica que profesan los nacionalismos, incapaz de sobrevivir por sí misma sin subvenciones patrióticas. El flamenco es de todos precisamente porque no es de nadie. No tiene dueño. Igual que España o Cataluña. Vincularlo con el franquismo es una afirmación propia de un tonto de capirote. Dicho sea con todo el respeto que nos merecen los tontos, por supuesto.