En 1992 se produjo la ruptura de Woody Allen y Mia Farrow. Él tenía 57 años. Ella diez menos. Nunca llegaron a casarse, pero su relación de pareja duró doce años. Ambos tenían experiencias matrimoniales fracasadas. Ella había tenido dos maridos famosos: Frank Sinatra (de 1966 a 1968) y André Previn (que duró de 1970 a 1979). Allen se había casado con Harlene Rossen (duró de 1956 a 1959 y acabó con conflictos judiciales) y con Louise Lasser (duró de 1966 a 1970).
Mia Harrow como la anterior esposa de Allen, participaría en muchas películas del director norteamericano. Nada menos que diez. La primera en la que colaboraron fue Comedia sexual de una noche de verano (1982) y la última fue Maridos y mujeres (1992). Louise Lasser fue la actriz de las primeras películas de Allen como Bananas o Toma el dinero y corre.
Los niños adoptados
La ruptura de Allen y Farrow trajo consigo una denuncia grave de ella hacia él: la de su emparejamiento (con fotos eróticas incluidas) con una de las hijas adoptivas de ella en el periodo de su matrimonio con Previn: Soon-Yi (la había adoptado cuando la niña coreana tenía ocho años, en 1978) y la presunta relación paidófila con su propia hija adoptiva Dylan, adoptada en 1985 cuando la niña tenía siete años.
El tema se saldó judicialmente con la asignación en exclusiva a Farrow del control de los hijos adoptivos que habrían conjuntamente concertado y el escándalo y descrédito personal consiguiente de Woody Allen.
Farrow, una histérica de "tomo y lomo"
El movimiento #MeToo surgido en 2017 a raíz de las acusaciones al productor de cine Harvey Weinstein, con todo lo que ello supondría de exaltación feminista y de cuestionamiento del poder masculino, le dio al problema familiar y judicial Allen-Farrow un alcance mediático añadido extraordinario. No hay que olvidar que Allen ha sido un icono de la progresía (más incluso europea que americana) con una impresionante filmografía que lo convierte en uno de los referentes históricos, si no el principal, de la comedia neoyorquina. En el relato de Farrow que, en su momento, respaldó la justicia norteamericana, él era el arquetipo del vicioso, paidófilo, crapuloso hasta el vómito.
Woody Allen ha escrito sus memorias personales: A propósito de nada, libro que, en la práctica, es un ejercicio de autodefensa irónica (la ironía de la que Allen ha hecho tanto gala en sus películas) con un discurso en el que Mia Farrow, la gran actriz cuyas virtudes él no cesa de ponderar, queda ciertamente como una histérica de tomo y lomo. De ella, describe sus manías de mujer adoptadora de niños (cuando él la conoció ya tenía siete hijos, de ellos cuatro adoptados y tres biológicos) que presuntamente busca la publicidad de su supuesta generosidad pero que en realidad no le gusta ocuparse para nada de ellos. La relación de Allen y Farrow tal como la describe él no fue especialmente feliz. Vierte la imagen de la familia de ella como un mundo de problemas con psicopatías múltiples. Defiende su amor con Soon-Yi que se sigue manteniendo hoy después de muchos años de felicidad junto a ella, pese a la asimetría de edades, con un momento culminante que fue su boda en Venecia en 1997. Ambos, por cierto, adoptaron, por no faltar a la costumbre, dos niñas. Apela a los argumentos utilizados por su también hijo adoptivo Moses que ha subrayado la manipulación con la que Farrow trataba a sus hijos y exculpando totalmente a su padre de las acusaciones. Allen afirma rotundamente que cuando inició su relación con Soon-Yi, ella ya era mayor de edad y no la niña retrasada, como su madre la etiquetó. Las acusaciones, en cambio, que la niña Dylan ha seguido sosteniendo contra su padre son atribuidas a la presunta capacidad manipuladora de Mia Farrow.
La heroína de Unicef
Dos relatos radicalmente confrontados. El de ella que lo estigmatiza como un burgués amoral. El de él, que la define como una madre neurótica. La lectura del libro de Allen, desde mi punto de vista, más que generar al lector identificación con su causa personal, suscita alguna prevención por la propia frialdad emocional del relato y el ejercicio permanente de representación de su propia imagen que él ha inmortalizado en el cine: la del despistado, que se entera el último de todo, que gestiona magistralmente su capacidad de distanciamiento de sí mismo.
Ansiedad de Farrow
El escenario de la burguesía cinematográfica que Allen describe magistralmente es tan lejano para el lector que resulta difícil ponerse en su lugar. El libro es un repertorio de centenares de anécdotas sobre películas que hemos visto y admirado, pero que acaban sobreponiéndose a los propios perfiles y auténticas identidades de los protagonistas. Tampoco me suscita ninguna identificación la imagen victimista de Farrow como madre sufridora al lado de un compañero corrupto, descubriendo de repente la capacidad de perversión del sujeto. En todo el relato construido por ella, sobredimensionado hoy, como decía, por #MeToo, late la ansiedad de la Farrow por erigirse en la heroína de Unicef, con la voluntad de capitalizar lo que de erosión del mito Allen pudiera extraerse.
Lo cierto es que la editorial francesa Hachette se negó a publicar las memorias de Allen apostando por la mayor credibilidad del argumentario de Farrow respecto al que utiliza Allen. En la actual iconoclastia que vivimos, es posible que, efectivamente, y pese a sus, como todas, interesadas memorias, el mito Allen esté hoy en plena agonía. Eso sí, larga agonía.