Ya está, se acabó. Adiós a Quim Torra. Aunque llevábamos meses dando por hecho su inhabilitación y especulando sobre los escenarios siguientes, el final de su presidencia no deja de ser en sí misma una noticia importante. Es la primera vez que la justicia expulsa de su cargo a la primera autoridad de Cataluña. Ahora bien, es un final políticamente ridículo, consecuencia de una reiterada desobediencia sin ningún sentido estratégico, según ha reconocido el propio Carles Puigdemont en su segundo libro de memorias. Torra se comprometió en el discurso de investidura, en mayo de 2018, a llevar a cabo un “proceso constituyente” que concluiría con la redacción de una Constitución catalana. Y ha acabado inhabilitado no por hacer efectiva “la construcción de la república surgida del mandato del referéndum”, lo que auguraba alguna escena con más épica en el balcón de la plaça Sant Jaume, sino por no quitar a tiempo una insulsa pancarta en periodo electoral. En este sentido, Torra ha sido el mejor president que los no secesionistas hemos podido tener los últimos dos años. Le echaremos un poco de menos porque la caricatura del personaje ha sido muy fácil. Su lenguaje ampuloso y el aspecto de payés ricachón de su fisonomía, sus polémicos artículos de tintes xenófobos de los que tanto se ha hablado, sus rabietas cuando la realidad desmentía su republiqueta de fantasía o el impagable “apreteu, apreteu” dirigido a los CDR ante el primer aniversario del 1 de octubre.

Su final es ridículo aunque Torra intente vestirlo de otro acto represivo del “demofóbico” Estado español. O tal vez sí era consciente de que su salida iba a ser irrisoria y por eso estaba decidido en enero pasado a convocar elecciones cuando comprobó que ERC no iba a seguirle en la estrategia de confrontación con la justicia. Fue entonces cuando perdió la condición de diputado en virtud de las resoluciones del Tribunal Supremo y de la Junta Electoral Central, que Roger Torrent  aceptó sin rechistar. Torra es un iluminado, un activista, pero no carece del todo de sentido político, y hubiera preferido disolver el Parlament antes de que lo dejaran fuera de juego sin poder hacer nada más que un último discurso de queja. Pero la pandemia se ha cruzado por en medio y como president vicario ha obedecido en última instancia a Puigdemont que en verano le prohibió convocar elecciones para el 4 de octubre. Su idolatrado jefe de Waterloo necesitaba más tiempo para configurar su espacio electoral y ganarle la batalla del relato a ERC.

Para Torra anteayer fue un día triste porque tuvo que reconocer en su mensaje de despedida no haber podido hacer nada de lo que prometió, y porque sabe que a nadie le importa ya lo que haga ni lo que diga. La prueba es que, pese a las llamadas a la protesta masiva de la ANC, Òmnium y los CDR, las calles y plazas en Cataluña estuvieron bastante tranquilas, con poca gente y escasos incidentes. La ridiculez del personaje, incapaz de obedecerse a sí mismo y convocar esas elecciones que prometió hace nueve meses, arrastra al gobierno autonómico a un largo periodo de interinidad hasta como mínimo la próxima primavera, entre que se pone en marcha el reloj del calendario, se convocan las elecciones, se vota y se elije un nuevo Govern. Es un final bochornoso para el independentismo, con los republicanos rechazando ya el carácter plebiscitario de esas tardías elecciones, y que resume la inutilidad absoluta del procés, desde el principio hasta el fin. No ha servido más que para hacernos daño como sociedad, para autolesionarnos, enfrentarnos y agotarnos, aunque en JxCat y ERC sigan escondiendo su enorme irresponsabilidad bajo la retórica victimista a la que el catalán medio, como escribía Xavier Salvador este lunes, es tan adicto.