Los catalanes somos los pupas de la humanidad. Según el separatismo, España nos roba los monises para alimentar, con los frutos de nuestro esfuerzo y de nuestra legendaria laboriosidad, a los vagos de siete suelas que la habitan, esa gente que se pasa el día en las tabernas mientras nosotros trabajamos de sol a sol. El mundo en general, por su parte, se las apaña para deslucir y ningunear nuestra fiesta nacional, sumándose este año a la conspiración la inoportuna pandemia del coronavirus. ¿Que nos da por celebrar la Diada el 11 de septiembre? Pues resulta que a la humanidad se la sopla --excepto a los cínicos que aprovechan para recordarnos nuestra tendencia a celebrar derrotas-- porque los 11-S que tiene en la cabeza son otros. Concretamente, el de 1973 en Chile, cuando el general Pinochet y su pandilla de indeseables se quitaron de en medio a Salvador Allende, y el de 2001, cuando unos yihadistas estrellaron sendos aviones comerciales contra las Torres Gemelas de la ciudad de Nueva York. En semejante contexto, nuestro 11-S suscita un notable desinterés general dentro y fuera de las fronteras españolas, también en parte porque se trata de una efeméride manipulada por los nacionalistas, emperrados en convertir una guerra de sucesión en una de secesión y porque no está nada claro que la victoria de los borbones tuviese para Cataluña las funestas consecuencias que le achacan (hay quien afirma que Felipe V y su decreto de nueva planta aportaron una indudable prosperidad a amplias capas de la población).
Como los nacionalistas se distinguen por la permanente contemplación fascinada de su propio ombligo, a ninguno de ellos se le ocurrió pensar que nuestro 11-S. --una desgracia relativa y puede que hasta inventada-- era incapaz de competir en igualdad de condiciones con el abrupto final de la democracia en Chile y el derribo de las Twin Towers en Manhattan, dos catástrofes sin paliativos, más claras que el agua y moralmente más efectivas que el resultado de una confusa escaramuza de principios del XVIII que cada uno interpreta como mejor le conviene. Yo creo que habríamos salido ganando con la declaración del 23 de abril como fiesta nacional de Cataluña. En tal día se celebra un homenaje a la literatura que llena de gente las calles de Barcelona y de prácticamente todas las poblaciones de Cataluña y, además, es el día que escogieron para venir al mundo Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Para completar la coyuntura, el 23 de abril se celebra la festividad de San Jorge, personaje con muy buena prensa tanto en Cataluña como en el resto de la cristiandad por su sentido de la justicia y su valor a la hora de enfrentarse con dragones y otros bichos de probada mala baba.
Evidentemente, celebrar la fiesta nacional de Cataluña el día de San Jorge anularía el principal objetivo de la Diada del 11 de septiembre, que no es otro que mantener vivos el odio a España y la reivindicación de una independencia contra la que se sitúa más de la mitad de la población catalana. A falta de esa independencia que no llegará nunca, la fiesta nacional de Cataluña está condenada a ser siempre una rabieta de mayor o menor intensidad, un desahogo melancólico del que se excluye desde el poder local a casi cuatro millones de personas a las que dicho poder no considera del todo catalanas, pues, aunque hayan nacido aquí y/o se sientan de aquí, su renuencia a creer en la necesidad de la independencia les quita todos los puntos del carné de catalán pata negra.
Evidentemente, la fiesta se ha convertido --pasados unos primeros años en los que los lazis todavía se tomaban la molestia de disimular un poco y de hacerse los transversales-- en una celebración para que los separatistas rabien de impotencia y los constitucionalistas de aburrimiento. O sea, que, en vez de fiesta nacional, en Cataluña tenemos una especie de súper guateque para ciudadanos de primera clase del que se auto excluyen los de segunda clase porque es obvio que la cosa no es para ellos (o, como cantaba el llorado Peret, “Usted no puede pasar, la fiesta no es para feos”). En suma, una birria de fiesta nacional que, para colmo, coincide en su fecha con dos momentos especialmente tenebrosos de la reciente historia de Occidente que están en la mente de todos. Una fiesta exclusiva, clasista y basada en manipulaciones históricas o simples mentiras en la que los que no participamos somos, para los creyentes de la in, inde, independensià como aquellos pobres esnobs de Nueva Jersey que cruzaban el puente o el túnel a finales de los años 70 en dirección a Manhattan para que un portero altivo les negara la entrada en Studio 54. Con la diferencia de que a los excluidos nos encanta la exclusión y nos negamos a hacer colas inútiles para participar en una fiesta de la que ya sabemos que va a ser un muermo considerable.