Hasta hace apenas un par de años decir que la Diada era un peligroso invento nacionalista se consideraba una herejía y condenaba, como mínimo al ostracismo, al imprudente que osaba hacer ese comentario. Hoy día empieza a despejarse el horizonte y son cada vez más los ciudadanos catalanes que han tomado conciencia del sectarismo y odio que ha alimentado buena parte de dicha celebración, desde sus inicios hacia 1900. Después de la prohibición durante la dictadura de Franco, 1976 y 1977 fueron una inolvidable excepción.
Desde 1980 uno de los logros del catalanismo hegemónico ha sido convertir en un dogma todo lo relacionado con el 11-S, implantándolo en el espacio público y recreándose en el tiempo. En ese sentido sería interesante conocer cómo se produjo durante la Transición el cambio de los nombres de las calles a partir de las elecciones municipales de 1979. En muchos casos, las vías no recuperaron las denominaciones que tenían con anterioridad al triunfo franquista, sino que fueron renombradas en función del emergente y todopoderoso proyecto catalanista de nacionalización.
Pongo un ejemplo paradójico, entre tantos posibles. En el pueblo de La Llagosta ganó la candidatura del PSUC en 1979 y, para sorpresa de sus vecinos, se produjeron únicamente dos cambios en el nomenclátor de su callejero. Ninguna de las calles que tenían nombres de santos o de personalidades respetadas por el catalanismo franquista --como Clavé, Baqué, Balmes, Gaudí, Brutau, Jaume I, Josep Montserrat o doctor Ferran-- fueron renombradas. Tan sólo dos vías cambiaron su nombre: la avenida Generalísimo pasó a llamarse Onze de Setembre y la avenida de la Paz cambió por Primer de Maig.
Para la mayoría del vecindario los dos cambios causaron cierta sorpresa, uno por el impuesto, otro por el sustituido. Casi nadie conocía la relevancia movilizadora del mito del 11-S, y se extrañaron que la exaltación pacifista --muy pocos la relacionaban con el significado de la paz franquista-- fuese renombrada con el día del movimiento obrero, pero sólo en catalán. Muchas otras calles podían haberse llamado así y, además, el 90% de los vecinos eran castellanohablantes. Sucedió que la mayoría, sin importarle la lengua materna, durante más de dos décadas ignoraron coloquialmente el 11-S como antes lo hicieron con el Generalísimo, y siguieron nombrando a esa avenida como la Carretera, tal y como la llamaban los catalanohablantes más viejos del lugar. Y Primer de Maig se llamó Primero de Mayo, pese a la tozudez de las placas.
A diferencia de lo sucedido en muchos pueblos del resto de España a partir de 1979, cuando se eliminaron los nombres de militares golpistas y se recuperaron las denominaciones populares, en los pequeños pueblos del cinturón industrial barcelonés la transición del callejero franquista al democrático apenas sufrió variaciones, salvo en casos muy evidentes. Y cuando esos cambios se produjeron fueron para reforzar la invocación catalanista de una historia manipulada al servicio de un proyecto nacionalista partidista, contrario a la pluralidad y ajeno a la diversidad en origen de la mayoría de su población.
El callejero es un espacio donde se plasman las luchas por la apropiación gráfica, pero también es una metáfora de las tensiones entre el ser y el aparentar, entre la resistencia de la oralidad popular y la imposición ideológica de grupos dominantes. Han pasado cuarenta años de la reconversión del catalanismo franquista al catalanismo democrático, de la sustitución de su adhesión al dictador por símbolos excluyentes y guerracivilistas como el 11-S. Quizás haya llegado el momento de refundar el país, empezando por renombrar sus calles donde lo consideren oportuno. Y sería una clara apuesta por la convivencia que se celebrase la Diada en una jornada que simbolice la unión en la diversidad, en lugar de la exaltación belicista del rencor y el odio. Cualquier gesto que sume siempre será más positivo que restar y persistir en la invocación de la derrota de unos catalanes que, no olvidemos, fue también la victoria para otros, muchos de ellos catalanes también.